Asociaba la
hamburguesa a los días de resaca. A dos calles de su casa había una
hamburguesería célebre por su carne de Ávila y su queso curado manchego.
Resucitaban a un muerto. Los domingos solía almorzar allí sobre las 17h de la
tarde hecho un zombie.
Este domingo estaba
devastado. Algo que le pasaron le sentó fatal. Él suponía, con sarna, que la
culpa la tuvo la música indie. Los
hipsters solo tuvieron el detalle de poner algo de Zooropa.
La noche pasada llegó
con los de siempre y en el piso estaban los de siempre más tres modernos que
transaban químicos. Cuando languidecía el asunto apareció una rubia con una
amiga. Parecía sacada del mismo Malasaña hace 20 años. Se llamaba Ana y tocaba
en una banda de rock. ¿Sus medidas? 90-60-90 Vestía un saco gris, una dylaniana
camisa negra de lunares y una falda vaquera. Se coronaba con un bombín. Tenía lunares estratégicos en un
rostro fino de pómulos afilados, unos gruesos labios violáceos y una risa
contagiosa. Fue un rayo en la noche cerrada o un simple giro del destino.
Acostumbrado en los
últimos meses a la reina de espadas y a su trato pasivo-agresivo dijo
"esta es la mía". No le fue difícil encandilar a esa criatura de
Belcebú. Ella hizo la mitad del trabajo.
Eran los únicos que sabían distinguir a Jefferson Airplane de esa amalgama
multiforme del indie que se apuntaba a sacar discos con una base de ukelele.
En menos de dos horas
sacó a la rubia y se hicieron Malasaña. Recorrieron el barrio hasta quemar las
existencias. Al filo de las 5 de la mañana ella descorchó un buen plan: acabar
en su piso.
El piso de Ana estaba
en una paralela con Fuencarral, Chueca y Gran Vía. Vivía en un estrecho piso de
la calle Infantas. Parecía sacado del espacio-tiempo. Tenía desparramada por la
casa libros y discos. Sobre la cama, una acústica fender negra. El salón era
coronado por un enorme balcón.
Ana agarró la
guitarra y comenzó a cantar Memory motel.
¿Y el final? Ya se lo
pueden imaginar.