viernes, 19 de septiembre de 2014

Revelación urbana


Mira esos tejados lejanos, dorados por el atardecer. Concéntrate en la pared gris, lisa, suave. Baja la vista, siente las losas, redondeadas, abruptas; siéntelas bajo tus pies. Sigue caminando. Aproxímate a los verdes árboles, uno tras otro, en fila por la acera. ¿Cómo llegaron aquí? Alguien tuvo que plantarlos. Sí, pero ¿de dónde vino ese técnico? Posiblemente, de algún vehículo motorizado de mediano tamaño. ¿Y de dónde salió ese vehículo?

Podrías seguir preguntándotelo eternamente. Sabes que nunca acabarías. Las cosas que ves, las calles, los árboles, una rotonda, una esquina, parecen muy diversas por fuera. Algunas son pétreas, otras blandas, peludas, pesadas o ligeras, grandes o pequeñas, blancas o azules, pero en el fondo sabes que esa diversidad es ilusoria. Que todas remiten a algo trascendente, que son ilusiones fenoménicas flotando en el vacío. Ese algo es la explicación final de la larga cadena de preguntas: ¿Por qué, por qué, por qué…? 

Las cosas de este mundo son perecederas, transitorias. No conviene tomárselas muy en serio. No despegas la mano de la pared: acaba de cambiar, ya no es alisada sino rugosa, su color se ha tornado amarillento; tú sabes que en realidad da lo mismo. Sabes que también se la debes a Él, procede de Él, fue diseñada por Él. Te alejas paseando por la plácida avenida, con la firme conciencia de que, sin Él, nada habría sido posible. Con gratitud y devoción, te pierdes en el crepúsculo.


Gracias, don Pedro, por todas las cosas que nos has regalado. 


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