jueves, 12 de junio de 2014

Judas.





  Parece abrigarle una profunda necesidad de sacrificio, autocontrol y hambre. Es difícil volver sobre algo desordenado con lo que te sientes satisfecho. Igual a estar encerrado en una habitación donde ningún analgésico mitiga el dolor ante la ausencia de un amor disperso. Nunca ha podido elegir la clase de libros que quería escribir, o los poemas, o las mujeres a las que quería amar o las vidas que deseaba vivir. Lo malo no son sus quemaduras sino lo inane de su cicatriz.

  Como una llamarada de eternidad sobre la tierra sonámbula tu cuerpo interminablemente cediendo vuelve a rebrillar en su vuelo súbito por un puente silábico. En el imán del agua, el océano gotea esa embriaguez con la que un cuerpo dentro de otro agoniza por hundir en lo eterno la identidad humana sin convincente destino de regazo estable. Por su táctil vigencia refulgía el carnal fuego armonioso núbil que derrama en sus pétalos tanta gloria de savias atrayendo el aroma vaginal del fragante dominio de la carnalidad. Quizá el placer que juntos inventamos hace un año sea otro signo de libertad cotidiana pero hoy se me antoja un tótem ajeno porque vivir es jugar y el croupier siempre quiere seguir apostando.

  Si lo mejor del amor son las reconciliaciones, lo mejor del fútbol son los goles. Y, bien, tal afirmación categórica, se reduce, por ende, en un axioma facilón con altos vuelos de verosimilitud. Hoy por hoy, quizá el rock sea cuestión de actitud por falta de rectitud moral y física de quien se cuelga al ciclón. Hoy por hoy, quizá el alcohol sea la droga más consumida porque la sociedad es sumisa y presumida en la tontez más hortera.

  Cualquiera que ponga atención al susurro quedo de Tom Waits en Lullaby sabe que escurro el bulto de la razón pura si la primavera madura este invierno de averno y desventura.  Cualquiera que poronga mi corazón atiende las plegarias del apagón de locura y ambición que me acompaña, mortalmente, desde que vine al mundo. Desde que me abrí paso por las dehesas de hormigón aprendí que hay demasiados borregos enfilados como hormigas diligentemente torpes.

   Ya en mi más tierna infancia diversas controversias internas para con los feroces agentes externos del averno me inculcaron cierta misantropía hacia el pueblo y sus modas. Por ahí, sentimentalmente hablando, subyace una evidente fobia paternofilial para con el compromiso grupal que emana el caprichoso destino de los hombre-masa.

   Para esos desmanes filiformes que pululan por la rúa únicamente mi púa dorada los puede barrer del mapa consciente. Por ello, los medallones afros de Prince son el ágape infante para con el sueño latente. Con ellos mis cabellos se encrespan y la profecía se autocumple. 

  Nos orgullecía como mitos nominales ser realidades nosológicas irreductibles. Todas las cinemáticas transparencias se nos antojaba afluentes tautológicas. Es el esplendor en la hierba, es la plenitud del vértigo y la belleza.

 Uno no planea lo que va a hacer en demasía. Debería, pero no. Convendría concertar órdenes y planos pero, ufano, cree que éstos limitan el guión trazado de su destino inquebrantable. Podría llegar a ser inquietable romper lo inmutable para la razón del ser. Tal herejía violaría su corazón ligero y férreo a compromisos elevados.

  Uno atiende lo inmediato porque en la velocidad decimal del tiempo presente nos distrae regiamente hasta el agujero negro consciente. Retorcería hasta el concatémero si disimulara su termómetro vital. Conquistaría La Isla Grande de Tierra del Fuego o preferiría naufragar en los mares del sur o estrellarse con el vuelo 815 de Oceanic.

  Uno pretende deshacerse de compromisos y obligaciones escuchando Chocolate Jesus. Uno se hace de rastrojos y enfisemas. Uno se arroja al vacío con los ojos rojos de seguridad kamikaze. Uno vino al mundo para montar una banda de rock y perderse por las autopistas del  alzheimer.


  Las dos caras de la luna dejan actuar el perfil de una duda sobre el brillante mic resistiendo los encantos diseminados del carmín. Así juega el azar su papel penetrando en la humedad, sola lamiendo su sal, desnuda un mar abierto cuerpo sobre cuerpo bajo una misma piel ceremoniosa que se transplanta hacia alguna ciudad.




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