Coexisten dos cuerpos coetáneos despuntándose
la entidad del carácter material: la realidad y el deseo.
Todos somos interdependientes en este mundo
nuestro: ninguno de nosotros puede ser dueño de su destino por sí solo.
Por coalición, todo lo que nos separe y nos impulse a mantener nuestra
distancia mutua, a trazar esas fronteras y a construir barricadas. Todos
necesitamos tomar el control sobre las condiciones en las que luchamos con los
desafíos de la vida, pero para la mayoría de nosotros, ese control sólo puede
lograrse “colectivamente”.
Si ha de existir una comunidad en un mundo de
individuos, sólo puede ser una colectividad entretejida a partir del compartir
y del cuidado mutuo: una sociedad que atienda (y se responsabilice) la igualdad
del derecho a ser humanos y de la igualdad de posibilidades para ejercer ese
derecho.
Así, el
valor de la comunidad original estriba en esas dos intenciones: la pensé unique
de nuestra sociedad de mercado desregulado omite ambos cometidos y proclama
abiertamente que son contraproducentes a los predicadores de la comunidad
(adversarios jurados de este tipo de sociedad –reacios a acudir en defensa de
cometidos abandonados-).
A medida que la multitud urbana se va
haciendo más diversa, las probabilidades de tropezar con equivalentes modernos
de las marcas al hierro aumentan proporcionalmente; y también, por
consiguiente, se alarga la sospecha de que podemos ser demasiados
lentos/ineptos para descifrar los mensajes que puedan contener los signos con
los que no estamos familiarizados: tenemos razones para sentir miedo y culpar a
la vida urbana de ser peligrosa por su variedad.