Robert Redfield afirma que
en una auténtica comunidad no hay motivación alguna para la reflexión, la
crítica o la experimentación: la comunidad es fiel a su naturaleza (o a su
modelo ideal) sólo en la medida en que sea “distintiva” respecto a otros grupos
humanos (es evidente “dónde empieza y dónde acaba la comunidad”), “pequeña”
(tan pequeña como para que todos sus miembros estén a la vista unos de otros) y
“autosuficiente” , “provea todas las actividades y necesidades de las personas
que incluya o más de lo que necesitan.
La comunidad sólo puede
ser inconsciente o estar muerta: una vez que empieza a proclamar su valor
único, a ponerse lírica respecto a su belleza prístina y a pegar en las vallas
cercanas prolijos manifiestos que llaman a sus miembros a apreciar sus
maravillas y que conminan al resto a admirarla.
El entendimiento de corte
comunitario no precisa ser buscado o ganado en una lucha: ese entendimiento
“está ahí”, ya hecho y listo para usar, de tal modo que nos entendemos
mutuamente “sin palabras” y nunca necesitamos preguntar con aprensión: “¿Qué
quieres decir?”.
Así, resulta difícil
distinguir una legislación perfecta de la fuerza de voluntad particular. Parece
que siempre permanecieron subordinados el eslabón más débil y el defecto
personal respecto del accidente. No es necesario afirmar las instituciones
políticas hasta negar el poder de suspender su efecto retornando la
inflexibilidad de las leyes perniciosas por la pérdida del Estado.
La costumbre de superfluas ambiciones llegan
al abuso de autoridad como el trámite de la pura formalidad de tiranía y
circunspectos prodigios terroristas. Entonces, renunciar a crecer bajo el dogma
sectaria del adolescente eterno necesita de una férrea voluntad.
Pensamos que la prueba más evidente de que
hay vida inteligente ahí fuera es que no han intentado ponerse en contacto con
nosotros. A partir de cierta edad la vida es muy dura y la oscuridad el color
de fondo: empiezas a ser un héroe cansado.
Si al estudio de la
cultura se le deben aplicar las categorías marxistas de producción,
distribución y consumo: a través de la industria cultural la conciencia de las
masas es distorsionada hasta destruir la capacidad crítica de las personas con
el fin de manipularlas.
Los objetos culturales y los símbolos se
convierten en mercancías y, por ende, se les vulgariza haciéndoles cómplices de
la ideología dominante: se incorporan al marxismo el análisis de la sicología
de masas de Freud para estudiar los fenómenos sociales que aparecen a comienzos
del s.XX.
Raymond Aron fortalece la herencia francesa y
la sociología weberiana: frente al enfoque unilateral y determinista del
marxismo afirma que el desarrollo de las fuerzas y formas de producción
capitalista se debe no a uno sino a diversos factores sociales y culturales.
El nacimiento de la
sociedad industrial conforma nuestra cultura y civilización occidental tras la
aparición de la burguesía. Entonces, con los bienes culturales tanto
espirituales como materiales se entrelazaron nuevas relaciones de intercambio y
dependencia: la cultura en lugar de ayudar a resolver los problemas los
agudiza.
Así pues, la
filosofía política que descansa en el liberalismo tiene como valor último al
individuo, su éxito o fracaso y el bienestar material. Y, por ello. la
industrialización rompe con los valores tradicionales y la transición al
capitalismo genera una razón instrumental que desemboca en degradación
espiritual y moral reflejada en la degeneración de las ciudades, la extensión
de la pobreza y la marginación.