Creo en las “buenas intenciones” de Fidel Castro, y en las de Mao, y en las de Franco. Por supuesto, el narcisismo siempre anda entreverado en cualquier carrera meteórica, pero no dudo que en su consciencia primaran sus altos fines (sean loables o no para nosotros). Tampoco puedo reducirlo todo a la enfermedad mental o la inestabilidad emocional, aunque es verdad que tienden a ser buenos alicientes para escalar hasta lo más alto. Todas estas explicaciones comunes, me parece, obvian lo esencial: las malas prácticas de esos dictadores se deben, ante todo, a que obedecían a pies juntillas sus ideales, más que a que en secreto renegaran de ellos. Que persiguieran a sus oponentes políticos era contemplado, por sus ideales, como un mal necesario. Que vivieran a cuerpo de rey mientras el pueblo se comía la corteza de los árboles era visto, por los ideales, como una retribución por su sin duda agotadora labor. Que sólo ellos pudieran acceder sin buscarse problemas a los libros prohibidos o la prensa internacional, era por el bien del pueblo. Puede que, en la práctica, sus ideales y sus hábitos entraran en contradicción, pero créanme cuando les digo que ellos, en su delirante cosmos mental, no concedían la suficiente relevancia a esa paradoja (si es que llegaban a percatarse de ella). Porque juzgarlo todo desde fuera siempre es demasiado fácil, pero una vez se está dentro y se es preso de una visión del mundo, hay cosas que el propio fanatismo, y no el cinismo o el descreimiento, hace muy difícil ver.
No quiero decir que en la vida no existan oportunistas y personas sin moral, y no me quiero meter en una valoración individual
de cada uno de los múltiples y variados corruptos que defecan sobre nosotros,
pero creo que la propia ideología se presta, de por sí, a permitir
comportamientos que van en su contra. Y que cuanto más fanático es uno, más se asila
en la indulgencia, al perder su juicio cualquier punto de vista externo o contrario
al suyo propio.
Son los peligros de la pretensión de unidad del yo de la que hablábamos,
y aunque los hayamos aplicados a casos de escala dramática y con millones de
bajas a sus espaldas, se pueden aplicar en cualquier ámbito en el que posemos
nuestra mirada. También una personita humilde que nunca tuvo oportunidad de traspapelar
un sobre sufre, en su pequeño mundo, cuando contradice el código ético que ha
decidido seguir; también un pecador irredento ha de reconocer, si lo piensa
bien, que vaya tela con lo suyo, que no tiene remedio. Ambos reconocen, porque
es lo razonable, que lo óptimo es lograr la integridad, la unidad, la
confluencia de todas las manifestaciones de la propia esencia, y quizás admiren
a quien cree que lo ha conseguido, sin percatarse de que, precisamente, persiguen el virus y no la vacuna.
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