domingo, 11 de mayo de 2014

Documento Nacional de Diferencia (III)


Creo en las “buenas intenciones” de Fidel Castro, y en las de Mao, y en las de Franco. Por supuesto, el narcisismo siempre anda entreverado en cualquier carrera meteórica, pero no dudo que en su consciencia primaran sus altos fines (sean loables o no para nosotros). Tampoco puedo reducirlo todo a la enfermedad mental o la inestabilidad emocional, aunque es verdad que tienden a ser buenos alicientes para escalar hasta lo más alto. Todas estas explicaciones comunes, me parece, obvian lo esencial: las malas prácticas de esos dictadores se deben, ante todo, a que obedecían a pies juntillas sus ideales, más que a que en secreto renegaran de ellos. Que persiguieran a sus oponentes políticos era contemplado, por sus ideales, como un mal necesario. Que vivieran a cuerpo de rey mientras el pueblo se comía la corteza de los árboles era visto, por los ideales, como una retribución por su sin duda agotadora labor. Que sólo ellos pudieran acceder sin buscarse problemas a los libros prohibidos o la prensa internacional, era por el bien del pueblo. Puede que, en la práctica, sus ideales y sus hábitos entraran en contradicción, pero créanme cuando les digo que ellos, en su delirante cosmos mental, no concedían la suficiente relevancia a esa paradoja (si es que llegaban a percatarse de ella). Porque juzgarlo todo desde fuera siempre es demasiado fácil, pero una vez se está dentro y se es preso de una visión del mundo, hay cosas que el propio fanatismo, y no el cinismo o el descreimiento, hace muy difícil ver.

No quiero decir que en la vida no existan oportunistas y personas sin moral, y no me quiero meter en una valoración individual de cada uno de los múltiples y variados corruptos que defecan sobre nosotros, pero creo que la propia ideología se presta, de por sí, a permitir comportamientos que van en su contra. Y que cuanto más fanático es uno, más se asila en la indulgencia, al perder su juicio cualquier punto de vista externo o contrario al suyo propio.

Son los peligros de la pretensión de unidad del yo de la que hablábamos, y aunque los hayamos aplicados a casos de escala dramática y con millones de bajas a sus espaldas, se pueden aplicar en cualquier ámbito en el que posemos nuestra mirada. También una personita humilde que nunca tuvo oportunidad de traspapelar un sobre sufre, en su pequeño mundo, cuando contradice el código ético que ha decidido seguir; también un pecador irredento ha de reconocer, si lo piensa bien, que vaya tela con lo suyo, que no tiene remedio. Ambos reconocen, porque es lo razonable, que lo óptimo es lograr la integridad, la unidad, la confluencia de todas las manifestaciones de la propia esencia, y quizás admiren a quien cree que lo ha conseguido, sin percatarse de que, precisamente, persiguen el virus y no la vacuna.

Si uno piensa que Angela Merkel es una súbdita cobarde de los perros salvajes del Capital, si uno ve que demanda a los españoles más y más dinero sin importarle la depauperización alarmante de la sociedad civil, si imagina que, cuando se siente juguetona, viste a su marido de torero y le clava banderillas en las nalgas, hay quien opina que uno debe despreciar a Angela Merkel en todos los aspectos de la vida, desde negarle el saludo hasta evitar contacto visual. Hay quien piensa que un inversor de la bolsa de Nueva York debe  estar en la cárcel por el mero hecho de ganarse la vida a costa de numeritos, que qué lástima que Público sea virtual y no lo pueda comprar para limpiarme el culo, que qué mal que escribe Sánchez Dragó y qué bien Lucía Etxebarría, que publica en La Vanguardia. En resumen, que la ideología debe estar presente en todo momento, ha de tomar parte en cualquier juicio, dar el nihil obstat a cualquier idea que surja en algún rincón de nuestro cráneo. No he conocido a una sola persona que piense así y no haya incurrido en flagrantes –y, según sus propias ideas, imperdonables- contradicciones de las que, mientras mantenga ese alto grado de adhesión, no podrá percatarse de lleno.



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