Cuando investigamos la historia de los grandes héroes, de los prohombres y mártires de los últimos siglos (pues la tradición se ha encargado de borrar los aspectos vergonzosos de los que son demasiado antiguos), descubrimos que casi siempre hay, digamos, colada por lavar. Con frecuencia el joven revolucionario fervoroso acaba fusilando a sus oponentes políticos. A menudo el político que parecía actuar por puros ideales acaba de asesor de multimillonarios. Usualmente el sindicato desarrolla una tripa más voraz que lo que su bolsillo privado le puede costear. No es raro que el gurú de la conciencia les abra a sus alumnas algo más que la mente, ni que el ministro de la religión vea más la paja en la mano ajena que la viga en la propia.
¿Cuál es el problema de fondo? ¿Por qué tenemos esa impresión
de que, invariablemente, el poder corrompe los ideales? ¿Por qué esa ominosa
sensación de que, con tanto especialista en historia o filosofía política en
paro, nuestros políticos, si no eran ya de profesión hombres de negocios o expertos
en los rincones oscuros del derecho, lo acaban siendo? ¿Por qué es tan raro que
una persona, unas ideas, una utopía aupadas por su notoriedad moral no acaben
desilusionando a sus defensores, salvo por un grupo de fanáticos que harán la
vista gorda ante el pez gordo?
Son, a mi ver, efectos secundarios de la pretensión
de unidad. Estamos surcados por pasiones, pulsiones, instintos, estados de
ánimo contradictorios, como un cielo está surcado por nubes. Si lanzamos una
fuerte corriente de viento (como puede ser cualquier ideología, ética o sistema
de pensamiento) que ahuyente a las nubes que no nos interesan, éstas no se
disolverán: cambiarán de rumbo, desaparecerán de la vista, pero lloverán
igualmente. Con la diferencia de que nunca advertiremos de antemano cuándo ni
dónde lo harán. Sin darnos cuenta, de repente nuestra pretensión de unidad se
verá quebrada por algo que proviene de un sitio que nuestro muro ideológico nos
impide identificar. Si somos lo suficientemente cabezotas como para no cuestionarnos
nada pese a todo, disculparemos lo sucedido pero, al reafirmarnos en nuestra
opinión, seremos incapaces de establecer barreras o soluciones para que no
vuelva a pasar el troyano de paisano. A partir de entonces, tendremos un grave problema: nuestro
vicio, pequeño o grande, se volverá una constante recurrente, porque nuestra
ideología o ética le habrá aplicado categorías superficiales e indulgentes: no nos
hemos molestado en investigar de dónde provenía.
Me resulta difícil saldar, como hacen algunos, los
excesos de muchos poderosos diciendo que eran unos aprovechados, unos
arribistas. “El gurú que lleva desde la infancia buscando respuestas a la vida, y en cuya vejez se le conocen
algunos deslices infamantes, era un charlatán y punto”. “El revolucionario que
se jugó la vida lo hizo por mero afán de notoriedad personal, y no creía en lo
que hacía”. “El político que lleva toda la vida luchando en la oposición más marginal, si consigue por algún golpe de suerte llegar a la presidencia, nos demostrará por enésima vez que todos van a por la pasta”. Esta clase de
reduccionismo hacia la mala voluntad no explica suficientemente por qué hay un
contraste tan grande entre los años formativos del sujeto y su posterior
práctica, y me parece una excusa barata que ofrecer ante cualquier caso que se tercie sin calentarse
mucho los cascos.
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