domingo, 4 de mayo de 2014

Documento Nacional de Diferencia (II)



Cuando investigamos la historia de los grandes héroes, de los prohombres y mártires de los últimos siglos (pues la tradición se ha encargado de borrar los aspectos vergonzosos de los que son demasiado antiguos), descubrimos que casi siempre hay, digamos, colada por lavar. Con frecuencia el joven revolucionario fervoroso acaba fusilando a sus oponentes políticos. A menudo el político que parecía actuar por puros ideales acaba de asesor de multimillonarios. Usualmente el sindicato desarrolla una tripa más voraz que lo que su bolsillo privado le puede costear. No es raro que el gurú de la conciencia les abra a sus alumnas algo más que la mente, ni que el ministro de la religión vea más la paja en la mano ajena que la viga en la propia.

¿Cuál es el problema de fondo? ¿Por qué tenemos esa impresión de que, invariablemente, el poder corrompe los ideales? ¿Por qué esa ominosa sensación de que, con tanto especialista en historia o filosofía política en paro, nuestros políticos, si no eran ya de profesión hombres de negocios o expertos en los rincones oscuros del derecho, lo acaban siendo? ¿Por qué es tan raro que una persona, unas ideas, una utopía aupadas por su notoriedad moral no acaben desilusionando a sus defensores, salvo por un grupo de fanáticos que harán la vista gorda ante el pez gordo?

Son, a mi ver, efectos secundarios de la pretensión de unidad. Estamos surcados por pasiones, pulsiones, instintos, estados de ánimo contradictorios, como un cielo está surcado por nubes. Si lanzamos una fuerte corriente de viento (como puede ser cualquier ideología, ética o sistema de pensamiento) que ahuyente a las nubes que no nos interesan, éstas no se disolverán: cambiarán de rumbo, desaparecerán de la vista, pero lloverán igualmente. Con la diferencia de que nunca advertiremos de antemano cuándo ni dónde lo harán. Sin darnos cuenta, de repente nuestra pretensión de unidad se verá quebrada por algo que proviene de un sitio que nuestro muro ideológico nos impide identificar. Si somos lo suficientemente cabezotas como para no cuestionarnos nada pese a todo, disculparemos lo sucedido pero, al reafirmarnos en nuestra opinión, seremos incapaces de establecer barreras o soluciones para que no vuelva a pasar el troyano de paisano. A partir de entonces, tendremos un grave problema: nuestro vicio, pequeño o grande, se volverá una constante recurrente, porque nuestra ideología o ética le habrá aplicado categorías superficiales e indulgentes: no nos hemos molestado en investigar de dónde provenía.

Me resulta difícil saldar, como hacen algunos, los excesos de muchos poderosos diciendo que eran unos aprovechados, unos arribistas. “El gurú que lleva desde la infancia buscando respuestas  a la vida, y en cuya vejez se le conocen algunos deslices infamantes, era un charlatán y punto”. “El revolucionario que se jugó la vida lo hizo por mero afán de notoriedad personal, y no creía en lo que hacía”. “El político que lleva toda la vida luchando en la oposición más marginal, si consigue por algún golpe de suerte llegar a la presidencia, nos demostrará por enésima vez que todos van a por la pasta”. Esta clase de reduccionismo hacia la mala voluntad no explica suficientemente por qué hay un contraste tan grande entre los años formativos del sujeto y su posterior práctica, y me parece una excusa barata que ofrecer ante cualquier caso que se tercie sin calentarse mucho los cascos. 


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