jueves, 19 de septiembre de 2013

VII. Sertralina

  


   


  Mientras volvía vi la sombra azul de un tren parisino saliente del gare d'Austerlitz. Lucía acababa de deslizarse tras entrar en mi habitación. Formulaba su pregunta atónita. Aún intercambiaba párpados y reflejos con un espejo. Conservaba desde la infancia una exótica afición a coleccionar sombras chinescas y trazarlas en el mapa de su locura.

   Nuestras miradas y nuestros miedos se encontraron. Nos declarábamos en rebeldía por ser caracteres solitarios que tienden a desparecer en la oscuridad sin gesticular. Una mascarilla poética y cadavérica.

  Tan distantes como el inicio de la relación se disgregan por las rendijas de nuestras pupilas desgarradas de cerraduras y raíces siguen pernoctando entre el oxidado y tenaz material del deseo. En vano recorremos la distancia entre las últimas sospechas de estar solos porque comprendimos que ocupamos el vacío elaborando el desconcierto del silencio. Estas pasiones de servidumbre se confunden como un bastón para el corazón. Para la soledad,  delirio y osamenta. Ocurre, ciertamente, en la luz dañada del eco nocturno.

  Hace rato que conviene que el tiempo presente haga su aparición mientras nos limitamos a dibujar los contornos de la naturaleza muerta. Lucía me ofrece vino y me extasia mirando su carnosa boca roja.


  Toda la creación busca pareja en una soledad impar por un ancestral sentimiento febril. Transcurrimos interminablemente exterminados creando un idioma.
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