sábado, 14 de septiembre de 2013

El oasis



El beduino se arrastraba por el desierto, arengado por el quincuagésimo grado. No podría cruzar así todo el Sáhara, y lo sabía. Su turbante parecía una manopla sumergida en sudor, su manto iba haciendo ángeles en los médanos. Necesitaba una montura para llegar al otro extremo, necesitaba a su camello, su viejo camello de toda la vida, pero lo había perdido de vista. Habría vuelto -pensaba- a la duna en la que lo encontró, de la cual guardaba un vago recuerdo. Pero todas las dunas se parecían mucho, casi tanto como los edificios de una gran ciudad.  Se encaminaba a rastras, a gatas, de rodillas, rezando, humillándose, compadeciéndose, pegando puñetazos en el suelo que levantaban cegadoras nubes de humo. A la vuelta de una esquina de ese mundo sin ángulos la vio, a lo lejos, en la cima de una enorme montaña de arena: su fiel montura. Parecía una hormiga, un gusano agónico, retorciéndose, resbalando, dando traspiés mientras escalaba la última de las pendientes, que se le hizo larguísima. Cuando estuvo frente al artiodáctilo se hincó y besó la arena, tosiendo abundantemente, pues la tradición dice que cualquier animal que nos ayude a cruzar  el desierto debe ser venerado, aunque sea la más humilde de las bestias. El camello sonrió de oreja a oreja:

-Cuánto tiempo, Jim.

El beduino se agachó aún más.

-Oh, santo cuadrúpedo, permíteme cabalgar sobre tu lomo hasta el próximo oasis.

-Bueno, a ver qué tengo por aquí -el camello rebuscó en una de sus jorobas.- Mira, ¿qué te parece esto? Es mierda de la buena.

-Confío en tu infinita sabiduría.

-¿Quieres un consejo sabio? Mírate, das pena. Con ese turbante caído, esas ojeras, esos espasmos de pies a cabeza... De oasis en oasis nunca lograrás cruzar el desierto. Y menos si vienes a verme cada dos por tres.

-No tienes conciencia de lo duro que es. Vosotros estáis fabricados expresamente para resistir las duras condiciones de este lugar, pero nosotros necesitamos una ayudita. No todos somos iguales. Ya lo dicen las viejas leyendas: el Camello creó el Desierto a su imagen y semejanza por venganza hacia las otras criaturas.

-Cada vez deliras más. Eso que te metes no te hace ningún bien. Pero bueno, haz lo que quieras. Aquí tienes. Si ves que no te surte efecto pasada una hora, tómate dos.

-Gracias infinitas, santo cuadrúpedo. Toma estas monedas de oro como obsequio. Que todo vaya de perlas, si es que alguna perla encuentras en esta tierra inhóspita.

-Venga, venga, aléjate con discreción. Nunca se sabe.




El camello, en lo alto de su duna, silbó mirando hacia otro lado mientras el beduino rodaba ladera abajo.


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