sábado, 17 de agosto de 2013

Aletheia y los lobos

Esto era una pequeña Verdad con el pelo lleno de lacitos, que paseaba por un mundo desordenado, caótico, con coladores flotantes y lunas de queso y palmeras nebulosas, pero que mientras ella pasaba era un campo bonito lleno de flores bonitas y pajaritos bonitos que no tenían el cerebro a medio caer del cráneo. Porque donde ella miraba todo quedaba ordenado, todo tenía sentido, todo era lógico y perfecto.  Sus ojos eran un faro que sólo captaba del abismo la geometría ideal de las olas superficiales.

Por eso no podía ver a aquellas criaturas que sí tenían el cerebro, los dientes, los cartílagos a medio caer, o caídos del todo, esos seres que iban dejando regueros de baba y sangre y semen a su paso y la iban siguiendo lentamente, reptando y tropezando y resbalando y burbujeando justo detrás de ella, pero que, cuando ella escuchaba un ruido y giraba su cabeza, se camuflaban bajo el aspecto de árboles, briznas de hierba, roquitas, caballitos. Su sonido era una especie de zumbido de baja frecuencia, un lamento cadavérico y exánime, y de vez en cuando alguno se adelantaba y trataba de agarrar con la mano a la cándida Verdad, inconsciente de su presencia.

Uno de ellos avanzó un par de pasos y se lanzó contra ella, provocando que perdiera el equilibrio, se cayera y se descompusiera en múltiples partes. Cada uno de sus miembros se movía por separado, y trataron torpe y ciegamente (menos el ojo) de acercarse los unos a los otros. Acabaron uniéndose sin orden ni concierto y formando un pequeño adefesio, que tenía una anatomía disparatada y la cara como un Picasso, pero que, como el orden de sumandos no altera el producto, seguía siendo la misma Verdadita de siempre, sólo que con viejas conclusiones deducidas de nuevas premisas. Y cuando se giró para  mirar a su agresor (con la rodilla) vio una piedrecita redondita y bonita en el camino, y entendió por qué se había caído.

Continuó caminando, y la masa pestilente y demacrada de engendros la siguió, lamentándose del mal resultado de su compañero. Surgió otro monstruo de las mareas de podredumbre y probó suerte. Llevaba con él un espejo. Se colocó tras ella, se escondió detrás del espejo y profirió un aullido escalofriante. La pequeña verdad se volvió y sólo vio una superficie pulida que reflejaba un campo bonito, y se vio a sí misma en ella, también bonita, con todas sus teorías y principios perfectamente en orden, y se regocijó en la contemplación gozosa de aquel que se lava los dientes por las mañanas. Entonces un segundo engendro le puso una zancadilla y ella tropezó y se rompió en pedazos. Pero los fragmentos flotaron y se volvieron a articular, recomponiéndola de nuevo. Sus ojos flotantes se miraron en el espejo y la notaron un poco descompuesta, pero le daba igual porque todas las partes se seguían articulando en un todo armonioso, estuvieran donde estuvieran.
Sin embargo, sí se dio cuenta de que no había qué las uniera, que entre los miembros sólo había aire, que orbitaban como astros, pues la zancadilla había derruido conexiones causales y fundamentos sobre los que apoyar las cadenas de razonamientos. No le importó. Mientras todo pareciera estar en orden, podía fingir que lo estaba.


Un último engendro decidió ir más lejos y le presentó un niño africano con la tripa hinchada, un juguete roto en la mano y deliciosos sorbetes para moscas en los ojos. A nuestra Verdad se le puso la tez de (esencia de) gallina, su piel flotante tomó un blanco mortuorio. Supo que la habían descubierto, y el engendro pensó que había ganado la batalla, hasta que vio, sin dar crédito a sus ojos, cómo el negrito en lugar de enfurecerse contra la Verdad por permitir sus mil y una penas se hincaba de rodillas, convencido, y le besaba sus zapatitos rojos. Se quedó fauciabierto y pasmado al ver cómo se marchaban juntos, uno delante y otra detrás, la Verdad haciendo avanzar al niño a base de puntapiés en sus nalgas cóncavas. 


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