sábado, 11 de mayo de 2013

De Adornos contemporáneos


El filósofo, sociólogo y musicólogo alemán Theodor Adorno, hijo de su tiempo y el nuestro, cuestiona la validez de las formas tradicionales de representación artística. Esto es,  las formas clásicas del Renacimiento, cuyo contenido se divide mayoritariamente entre la ilustración de relatos comunes de la humanidad, con especial hincapié en los religiosos, el enaltecimiento del ego del donante o el encuadre de objetos y situaciones pertenecientes al status quo. En los tres casos el código usado es abierto y descifrable, y la cotidianidad suele resultar más encumbrada que criticada.

El pensador que nos ocupa considera que la obra más auténtica es la indescifrable, la sobrecogedora, la extraña, la obra inútil, horrorosa, incosificable, incluso más que la obra que critica al sistema, pues esta al tener un uso tiene un significado, y al ser comprensible es enteramente fagocitable por el sistema, es decir, es interpretable. ¿Quién no se ha asombrado nunca de la utilización comercial o propagandística de obras y personajes subversivos en origen? Si se puede extraer un sentido que se logre entender, entonces se hace posible desmentirlo o darle un uso distinto, enfocar el significado a otros motivos.
No, la fealdad tiene que ser pura, y no debe tomarse a sí misma a risa, pues entonces se convierte en comicidad y ésta es cómplice con el sistema, al permitir la identificación entre sujeto y objeto. A decir de Rosenkranz, la caricatura es la inmersión de lo feo bajo la forma de lo bello, y por ello su efecto en el espectador es el de endulzar una realidad desagradable, lo cual, según Adorno, es algo severamente inmoral, como cualquier forma de arte meramente esteticista producido en un sistema de explotación o en ignorancia de las masacres de la historia. En sus propias palabras, y no puede quedar más claro, “escribir poesía después de Auschwitz es un acto de barbarie”1.

Me gustaría poner esto en relación con el arte del siglo XX, ante cuyo espíritu se fundamentan estas teorías. La centuria comenzó con la explosión creativa de las vanguardias, que se dedicaban a descomponer y destruir las formas clásicas, frecuentemente en busca de un cambio que sobrevendría como síntesis dialéctica de su oposición. Los surrealistas, expresionistas, letristas  y toda la súbita avalancha esperaban liberar a la civilización de sus cadenas, cualesquiera que fueran, y encontrar el arte definitivo, libre de las ataduras de la convención. Ese mismo espíritu en un plano político se revela en el idilio de  los futuristas con el fascismo, y del surrealismo y muchos antiguos dadaístas con la causa comunista. Dentro de lo plástico muchas tendencias se conciben como experimentos, como tanteos hacia una forma definitiva. De esta suerte, los artistas y los estilos hacen transición, como el cubismo, de un primer momento analítico, de descomposición, a otro sintético, de conjugación y renacer, o bien, como Kandinsky, obedecen la “necesidad interior” que lleva a crear hasta el punto de perseguirla de estilo en estilo, marcando la transición entre corrientes tan aparentemente lejanas como el expresionismo y la abstracción. Aun tras el más neutro estatismo, en lo que son ejemplares el suprematismo y el neoplasticismo de De Stijl, subyace la furiosa búsqueda del Absoluto.


Aeroretrato de Benito Mussolini aviador (1938), el lienzo más conocido del futurista italiano Alfredo Gauro Ambrosi.

Tras la destrucción, o la deconstrucción, muchos pensaban que sobrevendría algo que redimiría a la humanidad, esclava de lo que en la Teoría Crítica a la que se adscribía Adorno se denomina Razón Instrumental: la racionalización social delirante que había dejado al sujeto alienado y, en el plano creativo, sumido en viejas formas que ya habían dado todo lo que tenían que dar de sí, y sólo servían para legitimar a las clases que se podían permitir el lujo de permitírselas y finalmente al Estado y las autoridades, cuando incautaban las obras para la legitimación patriótica o las exhibían en la institución museística.

Este arte, pues, no era del todo incomprensible ni del todo extraño, aunque a simple vista lo pareciera. Se comprende la cadencia que conduce a él, la necesidad histórica de tamaña explosión ante dos milenios de relativo academicismo, marcada por la reciente toma de  conciencia de la mentalidad romántica del artista como creador absoluto, sin rastros de los artesanos, empleados o mercenarios a sueldo de antaño. Podría decirse que hablamos de un juego con el pasado que quería desmontar la tradición, aún sin zafarse del todo de ella, pues le venía muy bien de blanco para sus dardos. Era la antítesis. No obstante la ironía y el espíritu anarquista, una de sus intenciones básicas fue frecuentemente la de enviar un mensaje redentor.

Nuestro pensador escribe cuando estas vanguardias de las primeras décadas del siglo son agua pasada, y ya ha podido contemplar que no han traído mucha mejoría, sino que a la hora de la verdad se han seguido vendiendo al mejor postor -en subastas de alta burguesía donde antes había contratos con el Vaticano- y que incluso fueron utilizadas en Estados totalitarios que se pretendían libertadores, como el constructivismo en los primeros años de la Unión Soviética. Parece pues que su ideal de obra se podría aplicar mejor al arte posterior a los años 30, que fue abandonando ese espíritu de revolución inmediata no tanto por el parón que supuso la Segunda Guerra Mundial sino por la pérdida de fuelle del espíritu rebelde, tan frecuentemente acompañado de inquietud social, que poco a poco se fue transformando en payasada propagandística y megalómana, consolidando el estereotipo de artista de la segunda mitad de siglo. La brecha llevaba abierta demasiados años, y la fuente originaria de la vanguardia, la búsqueda del principio básico y rector del acto artístico (o la denuncia de su inexistencia), fue tapada ante nuestra vista por la rebeldía mercantilista, por actitud, Kleins y Warhols2. En el ámbito del “producto” (relegado a un segundo plano multitud de veces) la liberación vanguardista de las formas tradicionales lleva al informalismo, y la de los soportes tradicionales conduce a nuevos medios de expresión artística, muy lejos ya del pincel y el cincel, que caracterizan a gran parte del arte contemporáneo, tan dado a considerar arte a aquello que en principio parece poco propicio para serlo.

Se ha interpretado a veces que aquí se ve reflejada la doctrina derivada de la dialéctica negativa de Adorno, dado que este arte se presta más al principio de no buscar en ningún sentido la adecuación del objeto al sujeto, y dado que esta clase de principios de “neutralidad” o “autonomía de la obra artística” son expuestos de una forma u otra en muchos manifiestos, como justificación de la no-artesanía, del no-gesto, la no-emoción, etcétera. La extrañeza de los nuevos formatos parecen corresponderse con la extranjería que debe tener la obra. Son demasiadas las vanguardias históricas que contienen en sí una mayor o menor esperanza de síntesis (con excepciones como el Dadá, y hasta esto es muy objetable). Se trataba de la seguridad ante el advenimiento de una conclusión última y definitiva, y eso de la ironía posmoderna queda bastante lejos.

Pero esta relación con lo contemporáneo dista, en realidad, de ser así. Hay que puntualizar primero que me voy a referir sólo a artes plásticas, y eso se debe a que hay cierta tendencia a exigir a estas una mayor experimentación. Los orígenes de esta tendencia son múltiples. Está, por supuesto, la caduca mentalidad de que tienen un estatus superior a todas las otras artes y deben, por ende, figurar en una posición de avanzadilla, pero se explica mejor atendiendo al producto en sí. Un pintor, un escultor, producen objetos que tienen valor por sí mismos, mientras que un músico, un escritor o un cineasta producen un objeto que debe ser reproducido. Esto implica que deben responder a las exigencias de más gente, pues no basta con que se venda un solo ejemplar. Hay escritores y cineastas experimentales, pero la historia de sus respectivas artes no está compuesta sólo por la vanguardia de la vanguardia, como en las artes plásticas. Son, en cierta medida, artes más colectivos, y no se prestan tanto a que los artistas se mantengan gracias a la existencia de una camarilla de entendidos desligada del común de los mortales.

También hay que pasar por alto el hecho de que el arte que se da a conocer es el que se comercializa, el que da de vivir a su artista y acaba expuesto en el museo e interpretado en los libros de historia, y, según Adorno, ese arte ha sido neutralizado ya de su potencial subversivo. Del mismo modo, para acceder a un artista, obra o movimiento artístico uno tiene que remitirse a una información sesgada sobre su naturaleza y sus intenciones, no se le aparece en la mente por ciencia infusa, sino que generalmente le es presentado en un contexto, explicado según una serie de interpretaciones, de visiones que aclaran su oscuridad o su transparencia, que cohíben la imagen que se tiene de ello desde el principio. ¿Es posible el diálogo puro entre el misterio de una obra y el sujeto? ¿Tiene el arte en general validez de por sí, o sólo en función de su contexto, eliminando así toda posibilidad de un diálogo directo con la obra? Me inclino a pensar lo segundo, pero, congelando esta cuestión, y postulando que una obra vendida a un ricachón y finalmente expuesta en un museo pudiera contener aún un explosivo potencial de insurrección, creo que en esencia la mayoría de estas manifestaciones plásticas siguen sin cumplir los requisitos del “arte autónomo”.

El arte contemporáneo suele renunciar al soporte tradicional. Es decir, frecuentemente toma por arte cosas que tienen sólo un valor en tanto que concepto, o bien trozos de realidad descontextualizados, o representa cosas banales, generalmente con desprecio por la labor artesanal. Si el valor reside en el significado intelectual, como pretende todo movimiento de inspiración conceptualista, no tiene sentido hablar del arte misterioso que propugna Adorno, por muy elitista que fuera la aprehensión de ese concepto. Si la clave de la experiencia estética consiste en descifrar, el mensaje no es, utilizando su propio símil,  "como una botella lanzada al mar para futuros e ignotos destinatarios”. Si el arte consiste en parcelar, manejar o representar fragmentos de la realidad orgánica natural o humana  más anodina, caso del land art, el arte povera, el hiperrealismo o innúmeras performances, se corre el riesgo de que, a pesar de que pueda tener un significado hermético, se pierda el componente subversivo en la interpretación. ¿Qué desgarramiento atroz, qué amenaza para el sistema supone atar una lechuga a una piedra como hacía Anselmo o pintar con calidad hiperfotográfica una calle atestada? (por mucho que pudieran ambos tipos de obra constituir una reflexión, en cuyo caso tienen un mensaje y no entran bajo el exigente criterio de hermetismo). Puede que este tipo de obras causen alguna impresión en el espectador, como hacen cientos de cosas cada día, pero ¿realmente es un arte siniestro que mete el dedo en la llaga? Por mucho que reproduzcamos mil veces una lata de sopa Campbell en ninguna de las repeticiones va a brotar por generación espontánea una diferencia que la distinga del objeto caro al régimen de producción que representa, aun desde la perspectiva del tedio que provoca.


Giovanni Anselmo, Sin título, 1968. La idea, puede pensarse, es que al pudrirse la lechuga, sujeta por cuerdas, el bloque suelta la piedra que la acompaña y este movimiento, resultado de la introducción de un elemento orgánico en el corazón de la pétrea estructura, consigue convertir esta en una evocación dinámica de los ciclos naturales, como el proceso alimenticio de los organismos.

Es criticable que la supuesta incomunicabilidad que tiene que tener el arte se tome demasiado al pie de la letra. La inmensa mayoría de personas que entra en una instalación o que contempla una performance que no les ha sido interpretada previamente  generalmente sólo experimenta aburrimiento, y lo mismo sucede con la abstracción geométrica o el minimalismo, por muy caros que se vendan hoy los círculos de colores de los asistentes de  Hirst. No es que les exijamos una “experiencia estética” tal cual se teoriza desde Baumgarten o Kant, porque no entra en las premisas que el propio arte propone. Pero, sean cuales sean estas premisas, sea cual sea el objetivo de la obra, pasa desapercibido. Sin embargo, un cuadro figurativo, por muy irracional que se pretenda, tiene un valor estético que es asequible a los viejos cánones, no es meramente conceptual, aunque pueda encerrar una compleja simbología, o ninguna. Puede contener cualquier clase de intención. El arte figurativo contemporáneo puede aceptar los rancios formatos clásicos, pero en muchas ocasiones los descompone, juega con ellos. En su pura figuración está infinitamente más cerca del espíritu vanguardista (en tanto que ruptura) que los otros movimientos, y nombres relativamente recientes como Transvanguardia, Surrealismo Pop o Neoexpresionismo dan buena fe de ello. Las obras de estos movimientos siguen siendo misteriosas, manteniendo la extrañeza, provocando horror usualmente, pero al menos son captadas por el espectador, que sabe qué es lo que tiene delante. Y lo que tiene es una representación. Y la representación puede ser explícita, puede ser una alegoría o puede tener un contenido inextricable. No es obligatoria su transparencia.

La sucesión ininterrumpida de nuevos formatos, de nuevos canales de concebir el arte a cada cual más rebuscado e inaprensible, parece encerrar una pretensión ingenua de haber comenzado de nuevo, de crear alternativas libres del peso de los siglos, de servir sólo de punto de partida. Una ingenua pretensión de identidad, donde convendría la contradicción. Y así tenemos que donde unos juegan con espíritu de corsario a descomponer, bombardear o reconfigurar la representación, otros creen haberla superado, aunque el precio a pagar sean los propios dedos, como vemos en Pinoncelli.

Entre los que bombardean salvajemente la representación incluiría, por poner un cuadro bastante conocido y referenciado por Gilles Deleuze y otros, el caso del Estudio tras el retrato del Papa Inocencio X de Velázquez, de Francis Bacon, el cual se efectúa en un soporte tan conservador como puede serlo un óleo, y remite además a un cuadro antiquísimo, lo que nos retrotrae a la parodia explícita de los cánones que ocupaba a los primeros vanguardistas. ¿Se ha proclamado como una crítica al clasicismo del cuadro de Velázquez, o más bien pretende simplemente ser parte de una forma paródica, ya instaurada, basada en usar elementos de una obra previa y descomponerlos o filtrarlos hasta lo irreconocible? Puestos a elegir, elegiría la segunda. ¿Tiene esto que ver con su mensaje, con la naturaleza de lo representado, las emociones encerradas en él? Son dos cosas distintas, pues una cosa es la forma de articular el contenido y otra el significado, que en mi opinión queda entre brumas: no se agota en su mera forma paródica. La ventaja es que en casos como este la distancia es lo suficientemente corta como para que el espectador no desvíe toda su atención y realmente se le permite enfrentarse a la fealdad, el horror o lo que sea. Una accesibilidad mínima es la condición sine qua non para un igualado diálogo con la obra, por mucho que ésta resulte luego ser hermética y callada.  Pero si no se cumple, no hay encuentro, y sólo se pasa de largo, o surge el abridero de boca más justificado.



Arriba, Estudio tras el retrato del Papa Inocencio X de Velázquez, por Francis Bacon (1953). Abajo, Retrato de Inocencio X, de Diego Velázquez (1650). Es especialmente indicado por el diálogo con la tradición que supone, pero casi toda la obra de Bacon o su discípulo Adrian Ghenie puede sustituirlo con igual validez.

Esta transparencia no tiene que darse en el contenido, sino en la forma. Es un efecto que no se logra si no se procura poner esta a la altura del espectador, aunque quizás Adorno no estuviera de acuerdo, como parecen indicar sus halagos a la obra de Arnold Schönberg, Samuel Beckett, y no sé si quizás en secreto al Accionismo Vienés. Incluso Stravinski le parecía poco radical, y solía oponerse a ver algún poder de cambio en manifestaciones multitudinarias como el rock y el jazz, por lo que se le acusaba de recluirse demasiado en la torre de marfil de la alta cultura. De cualquier modo, en caso de que la obra no llegue a atrapar al espectador ¿para quién se escribe? Si el arte contemporáneo acaba siendo un arte sólo apto para críticos y una élite de iniciados ¿qué tipo de manumisión de la cosificación supone? ¿Quién la va a experimentar? Si hay críticos o iniciados, implica que hay gente que “comprende más”, que tiene un gusto más desarrollado para desentrañar una serie dada de claves. Pero ¿no debe la obra de ser radicalmente incomprensible para cualquiera, especialmente para los sujetos comunes que viven bajo la dominación, esos que no se van a volver peritos en semiótica de la noche a la mañana?

Llevamos un siglo de cambios estéticos radicales, y la gente de a pie sigue teniendo un gusto anclado hace siglos, para bien o para mal se sigue valorando la fijación formal a la realidad, y no el objeto estrambótico de misterioso fin. La mayoría, con suerte y tras una larga explicación, calificarían de poco más que “vagamente interesante” al nuevo arte. ¿Qué aspiración puede albergar este último de producir en ellos un desgarramiento estético? A la mayoría a lo sumo les sirve para sentirse inferiores ante el sentimiento de ser incapaces de abordar siquiera lo que tienen delante, y eso no alivia mucho la cualidad de pieza insignificante y sustituible de un sistema de dominación. Para que una obra tenga ese potencial redentor debe darse en los soportes clásicos o en una evolución consecuente de ellos. Pueden buscarse nuevos materiales, usar nuevas tecnologías, pero el arte que pretende ser totalmente libre de las viejas formas, que pretende no adecuarse al sujeto corriente hasta el punto de cortar todo vínculo con él, puede acabar cayendo en la falacia de la vieja dialéctica, creyendo estar más allá, haber superado toda tensión y afirmándose en una solitaria mismidad. Para mantener la tensión constante quizás debiera de haber, además de las otras, una contradicción entre la comprensibilidad de la forma y la incomprensión del fondo, entre la representación y lo paradójico de lo ilustrado, un lazo que nos permita posar los ojos sobre él, para que de verdad pueda clavarnos la puñalada trapera por la espalda cuando menos se espera. Y  esto no niega en absoluto el valor estético y expresivo de toda abstracción o gesto creativo “heterodoxo”, pero parece cándido creer que es un atentado, que es revolucionario. Se pueden sacar dos conclusiones: o que Adorno no es un esteta muy actual, o que el arte reciente no puede amoldarse a un criterio de exigencia que puede coincidir con su principio autoproclamado. Que elija cada cual.

Por otro lado, la comercialidad rampante y el mantenimiento del inevitable sistema de marchantes y compradores, inherente a nuestra sociedad, hacen que en el fondo la cualidad reveladora de la mayoría obras quede eternamente empañada. A veces da la impresión de que al final el único arte verdaderamente anti-sistema y capaz de emancipar a los que se enfrenten a él son las poesías íntimas, crípticas al ojo ajeno, que escribimos en la soledad de nuestros cuartos y no enseñamos a nadie.









[1] Theodor Adorno, Crítica de la cultura y sociedad, pg. 25
[2] Actitud aristocrática y revolucionaria que posibilitó directamente la posterior trascendencia de actos sociales tan elevados como Belén Esteban y el Sálvame, como bien se hila en “El puño invisible” de Carlos Granés, pg.; 337-355, el cual aprovecho para recomendar en su integridad.

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