lunes, 22 de abril de 2013

Razones en la sinrazón, I



El judío es banquero y bolchevique, avaro y dispendioso, limitado a su gueto y metido en todas partes. [...] La judeofobia es de tal naturaleza que se alimenta de cualquier manera. El judío está en una situación tal que cualquier cosa que haga o diga servirá para avivar el resentimiento infundado.»

Ernesto Sábato[1]



No hace falta recordar la ignominiosa trayectoria del pogromo a lo largo de la historia, ni es ese nuestro objetivo. Tampoco lo es abordar las manifestaciones del anti-sionismo en la actualidad, tema con muchas vueltas de tuerca desde la creación de Israel. Tratará, más bien, de esbozar un par de ideas generales y simplificadas hasta el absurdo, que es lo que este triste formato web agradece, sobre el origen mítico del odio hacia los judíos en el ideario de lo que viene en llamarse, con poco acierto, extrema derecha. A pesar de que el antisemitismo existe desde siempre, una misma idea puede tener distintas razones según quién la defienda y cuándo, y nos centraremos sólo en uno de los posibles inicios. Se me puede acusar de tomar la parte por el todo, pues dará la impresión de que sólo me refiero al movimiento nazi y su correspondiente espiral de catástrofe, pero he de recordar que el racismo y en concreto el anti-semitismo formaron parte en mayor o menor medida del discurso de la intelectualidad de derechas desde antes de la inspiración nazi, como sucedió en el que probablemente fuera el precedente más claro del fascismo, la Action française de Charles Maurras (monárquicos de la Francia de finales del siglo XIX que siguen pegando estampitas en las paredes de hoy, como un servidor atestigua con frecuencia). Sin haber comenzado la anexión de territorios por parte de Alemania, ya constaba en el ideario de movimientos “conservadores” tan dispares como la Guardia de Hierro, la policía zarista, la Liga Antisemita francesa, el reinado de Miklós Horthy o los Rexistas, por citar algunos. Una vez la contienda empezó, fascinados por el invasor teutón que los avasallaba, se multiplicaron los antisemitas, o salieron del armario preciando su condición. Los Estados títeres de los territorios del Eje no podían hacer ascos a un odio tan provechoso tanto para la política interior, uniendo al pueblo ante el enemigo único, como para la exterior, adheriéndose sin reparos al modelo alemán.

He de señalar, para empezar, que el fascismo originario, el de los camisas negras, no era aparentemente racista. Su nacionalismo era extremo, frente al universalismo del que acusaban al comunismo y al liberalismo, pero su concepto de “nación” se extendía a todos los italianos, sin distinción racial. No obstante, la legitimación de este nacionalismo estaba en el esplendor cultural de la Roma Imperial, y creían que el producto cultural de toda otra etnia era inferior, que había que aceptar por fuerza la grandeza pretérita y futura (más la decadencia presente) de Roma y renegar de los modos y tradiciones ajenos. Los camisas negras literalmente te asesinaban, como hicieron con el director de orquesta Lojze Bratuž, por resistirte a italianizar tu nombre. El nacionalismo radical no se puede tener en pie sin esa diferencia elitista, y de ella al racismo hay un paso muy pequeño, generalmente el paso de la apariencia al desvelamiento. De hecho, no hace mucho se ha descubierto en diarios de la amante de Mussolini que este manifestaba un fuerte odio a los judíos y el deseo de “destruirlos a todos”.

La legitimación del racismo provenía de un caldo ideológico en el que las teorías sobre las diferencias raciales eran moneda común. Desde el tratado del Conde de Gobineau, “Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas”, en el que se explica toda grandeza histórica al influjo mayor o menor de la raza aria (concepto luego desarrollado extensamente por Houston S. Chamberlain, padre del pangermanismo), se armó una intelectualidad que pretendía basar científicamente el racismo. Los científicos y antropólogos comenzaron a hacer estudios comparativos para comprobar sus prejuicios raciales, siendo uno de sus productos más populares y duraderos la frenología , una pseudociencia aún estudiada hoy por algunos grupillos de iluminados, que se dedica a comparar la forma de los cráneos para determinar las cualidades espirituales y la personalidad, y que en su momento encontraba afinidades en, por ejemplo, los del negro y el simio. Ninguna ciencia se resistió a colaborar en esta empresa, y hasta la psicología empleaba su tiempo en someter a los mismos test a europeos cultos y a “salvajes”, confeccionados por y de acuerdo a las características de, cómo no, los europeos cultos. Voces disidentes, como la del antropólogo haitiano Anténor Firmin en su tratado “Sobre la igualdad de las razas humanas” (escrito en respuesta al de Gobineau) fueron ignoradas por muchos sectores hasta después de la Segunda Guerra Mundial. 

Se trataba una era en la que el racismo y la ingeniería social no era menor señal de alta cultura y refinamiento que otras tendencias. Que, como sabemos hoy, la diferencia entre razas no pueda probarse a nivel científico, que no exista la “pureza racial”, sino una serie de rasgos genéticos que no permiten igualar en realidad ni a dos individuos, y que esa clase de creencias tiendan a ser vistas como un símbolo de ignorancia, de la que muchos empero aún se precian, no era pieza infaltable en el dietario del sentido común de aquel entonces, y ambas partes solían reivindicar un humanismo bienintencionado. La diferencia entre los que efectivamente eran valores humanistas y los que no lo eran se hizo patente definitivamente tras la revelación de la ingeniería social de los nazis, que culminó en el Lager y las cámaras de gas. Muestra de ello es que el antisemitismo haya abandonado de un plumazo el discurso político mayoritario (por supuesto, no así todo racismo: el apartheid y sus defensores vivieron, por lo menos, hasta 1994, por no hablar del trato reciente a las minorías en Italia y Francia).

Otro fenómeno indicativo de este súbito “cambio” es el rápido descenso de la popularidad de los programas eugenésicos, que ya habían sido llevados a cabo en muchos países, entre ellos tierras de libertad publicitada como Estados Unidos, y conllevaban, entre otras cosas, la esterilización forzosa de los considerados ineptos para la reproducción (calificación obtenida por criterios tan neutrales como el de una “conducta sexual errática”). Si algo esclarecedor se pudo extraer del genocidio nazi fue el descubrimiento de que, pese a que muchos discursos se legitiman aduciendo un humanismo en tanto que redundantes en beneficio del género humano en su conjunto, muchas veces conllevan para lograr sus objetivos pasar por crímenes que la inmensa mayoría consideraría de lesa humanidad. Que hasta los defensores acérrimos del criminal no se atreven sino a negar. Hay que elevar el listón.

Sin embargo, pese a que muchas de estas ideas fueron abandonadas por su afinidad sustancial con las del nazismo, éste en sí no fue muy dado desde el principio a estas confusiones, pues en su ideario estaba plasmado el ferviente anti-humanismo, así como su ateísmo y su negativa a alcanzar un mundo en que todos los hombres pudieran vivir como iguales. Se podría discutir que los alemanes no concibieran qué forma tomaría este planteamiento de ser llevado a sus consecuencias últimas, pero no que el Holocausto podía darse: ya en 1919 aparecía la “extirpación completa de los judíos” bajo la pluma de Hitler . Si la Shoah nunca existió y esos millones de judíos desaparecidos viven ahora escondidos en su reino subterráneo, como parecen aducir algunos investigadores poco versados en metodología, pudo haber existido perfectamente bajo esa Alemania más que bajo ningún otro régimen de los que ha habido, y esta es más que suficiente condena.


Nada de ello quiere decir que a los nazis sólo los empujara a obrar el odio, que fueran sólo bestias insensibles; este se compensaba con el amor y un cuidado sin par al grupo de iguales, pero este grupo se reducía a una definición tribal. Y, si bien es cierto que sus medidas fueron acompañadas de una popularización de la ciencia racista, nada de esto indica por qué escogieron como objetivo principal al judío de entre todas las razas del mundo. Acaso el modo de vida tan distinto de las razas lejanas y “primitivas” de África o Asia pudiera conducir a conclusiones etnocéntricas sobre su grandeza o pequeñez, pero el judío, en concreto, era difícil, generalmente imposible, de distinguir del alemán si se lo proponía (sobre todo si no había pasado el Berit). Hoy día las justificaciones que daban ellos mismos nos resultan de una conspiranoia delirante. Individuos con las ideas tan tristemente claras como Heinrich Himmler afirmaban que el judío era indiscernible de las otras razas en lo mental o lo físico,  y que su diferencia era “espiritual”. ¿Cómo se tiene esto en pie?



(continuará)



[1][1]  Ernesto Sabato, «Judíos y antisemitas», revista Comentario nº 39, IJACI, Buenos Aires, página 8.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Licencia Creative Commons
El Yugo Eléctrico de Alicia se encuentra bajo una LicenciaCreative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 3.0 España.