sábado, 20 de abril de 2013

No vayas degollando gallinas

(A Úrsula, la astrocomerciante)


 Érase una vez un ermitaño que vivía en un acantilado. Lo cierto es que no vivía en toda la superficie del acantilado, pues no era un gigante, sino en una cueva que las fuerzas de la naturaleza habían excavado en su superficie, lo suficientemente alta como para que no le salpicara el mar embravecido y lo suficientemente baja como para poder sentir en su rostro la brisa marina de las mañanas. No tenía ningún contacto con otras personas, ni hablaba más que a las piedras, al mar y a las gaviotas, y aún eso lo hacía en susurros. En resumen, era un buen ermitaño. Todos los días salía a la puerta de su cueva, que daba al mar azul, cogía una caña con un larguísimo hilo que le había llevado en sus días una semana entera hilar, y pescaba o, como prefería él pensar, esperaba que el mar le recompensara con sus frutos, y luego se comía lo que pescaba. Por las tardes se sentaba a contemplar el mar y miraba pensativo a las gaviotas, y esto era lo que hacía en su día a día de ermitaño.  

Un día estaba pescando, pero hacía un viento fuerte y el extenso hilo revoleaba por todos lados, y el anzuelo acababa enganchado en todas las cosas menos en el violento mar: en las rocas, dentro de la cueva, incluso en alguna gaviota ocasional. Ya se temía que ese día poco tendría para almorzar cuando vio una sombra caminando hacia él por el pequeño caminito que llevaba a su gruta. Cuando estuvo lo suficientemente cerca se quitó la capucha y reveló una mirada de ojos fijos, que inquietó a nuestro ermitaño. Lo que más le inquietaba es que alguien hubiera llegado hasta allí. Hacía años que no veía a otras personas, aunque ese hombre de mirada fija bien podía ser algo distinto a una persona.

-Buenos días, compañero- dijo con palabras arrastradas el hombre de la mirada fija.

-Bu… buenos días- respondió nuestro ermitaño.

-Me ha sorprendido la tormenta, y parece que esto va a peor por momentos. ¿Puedo cobijarme en su cueva hasta que pase? Le pagaré si es necesario- dijo el hombre.

-No… no, no hace falta. Claro que puede cobijarse. Está usted en su casa- repuso el ermitaño, haciendo gala de una de las pocas virtudes que recordaba de los humanos gregarios, aquella hospitalidad ante el pequeño grupo de personas que no consideraban inferiores o peligrosas.

Los dos entraron dentro, y se sentaron en el suelo de la cueva. La tormenta se intensificó afuera. El ermitaño miraba a las gaviotas zarandeadas por el viento y la lluvia, que no había tardado en aparecer. Y ahí se quedaron, en silencio y sin mucho que comer salvo un par de raspas de pescado desperdigadas por el suelo. Tras un rato, el extranjero de mirada fija habló.

-Soy adivino entre la gente de mi pueblo. Como no soy capaz de parpadear, pues no tengo párpados, he desarrollado mi vista hasta niveles con los que los demás no pueden ni soñar –entonces el ermitaño se dio cuenta de que no lo había visto cerrar los ojos aún, o eso creía, y que parecían recubiertos de una superficie acuosa, como una capa de protección. El extraño prosiguió.- He logrado ver las cosas más cercanas y las más lejanas. Si concentro mi vista, puedo vislumbrar lo que sucede al otro lado del mundo, en los confines del planeta donde el océano se derrama al abismo. Pero también puedo ver lo que está tan cerca que no solemos ser capaces de percatarnos de ello, los fantasmas que nos circundan y atosigan en silencio, o los átomos de las cosas, que son las pequeñas bolas de luz de las que todo está compuesto. Pero eso no fue suficiente, y pronto me aburrí de ver lo que sucedía aquí y ahora. Entonces decidí orientar mi vista al pasado y al futuro. Eso me costó un poco más, pero con un poco de práctica fui capaz de conseguirlo, sólo requería un poco más de agudeza visual y de concentración. Predigo lo que va a suceder a mi gente, a cambio de que me proporcionen un lugar donde dormir y no me dejen morir de hambre. Suele ser divertido no dar toda la verdad, o llevarlos a paradojas de las que aprendan cosas. Pero a los reyes no puedo permitirme el lujo de engañarlos, y  tengo que emplear la adivinación más literal si quiero conservar mi cabeza – el extranjero sonrió- Y es más difícil, créeme. Abro una brecha entre lo que es y lo que será, y cada palabra con la que describo lo que veo me cuesta la vida y me expolia el alma. Es un abismo. Pero como me has cobijado y has sido hospitalario conmigo, estoy dispuesto a hacerte una sesión de adivinación.

El ermitaño había escuchado todo esto en silencio. Ni aun cuando vivía entre otras personas había confiado en los adivinos. Soltaban tal cantidad de vagas predicciones y mensajes confusos y crípticos que no era difícil que de cuando en cuando acertaran, pero eso no implicaba nada. Era cuestión de puro azar, un azar del que se beneficiaba su farsa. O, en el peor de los casos, alimentaba su demencia. Se preguntó de qué tipo era este. Prefirió no cuestionárselo mucho, por su propio bien. Al menos parecía sinceramente agradecido por su hospitalidad. Podía seguirle la corriente.

-Va.. vale. ¿Tengo que elegir qué quiero que me predigas?

- No, no – respondió el adivino, sus ojos como de pescado clavados en los del ermitaño- No funciona así, al menos no la adivinación verdadera. Yo simplemente miro, te miro, y te digo lo que hay. No sirve de nada que elijas qué te voy a decir, yo soy el único que puede.

-De acuerdo – respondió el ermitaño- Estoy listo entonces.

El extranjero se llevó el índice a los labios, y giró su cabeza  hacia la del ermitaño, poniendo sus raros ojos a la misma altura de los de él. A éste su mirada quieta y penetrante le resultó incómoda, pero al mismo tiempo sentía que no podía ni debía sustraerse a ella, porque algo, no sabía qué, ya había empezado. Los ojos del extranjero parecieron abarcarlo todo, campos, océanos, galaxias…

El extranjero retiró la mirada, y esto casi se oyó, como si arrastrara un gran objeto.

-Ya lo he visto. Y he visto que no estás ni has estado ni estarás solo aquí. Arriba, en la pradera verde que hay sobre este acantilado, viven mujeres. Mujeres de corazón verde. El color de su corazón es lo único que las diferencia de una mujer normal. Son seres de los que las fábulas de mi pueblo hablan largo y tendido, pero jamás hubiera adivinado que vivían en este acantilado, tan relativamente cerca de nosotros. Es decir, no lo hubiera adivinado si no lo hubiera adivinado – el extranjero sonrió.

-Y .. ¿qué dicen las fábulas de esas mujeres? – preguntó el ermitaño, cada vez más interesado y, en contra de su voluntad, confiado acerca de las facultades adivinatorias del extranjero.

-Dicen muchas cosas, son uno de los personajes más comunes de las historias que se cuentan a los niños a la hora de dormir. Se sabe que nadie, por más que lo intente, encontrará jamás su nido si ellas no se lo permiten, y para que se lo permitan tiene que haber enamorado a alguna. Tienen fama de traer la felicidad eterna a los que son dignos de su amor, y llevárselos a su nido, de donde no podrán salir jamás, pero vivirán en la mayor de las glorias hasta que la muerte les sorprenda. Y he visto que tú, más tarde o más temprano, tendrás la posibilidad de conocer a una de ellas. Aprovéchala, pues no se volverá a repetir.

Justo cuando dijo estas palabras, la tormenta amainó y la luz empezó a filtrarse por la gruesa capa de nubes.

-Bueno, es hora de continuar mi camino. Muchas gracias por el cobijo- dijo el extranjero, y salió de la cueva.

El ermitaño seguía sentado, cavilando. Así que el amor eterno y la felicidad absoluta.. No estaba mal. Se alegraba ahora más que nunca de haber huido de la sociedad de los hombres. Siempre había sabido que el amor lo encontraría en otro sitio. Pero eso de que la madriguera de las mujeres de corazón verde fuera inexpugnable no le ponía las cosas fáciles. Lo único que podía hacer era esperar.

Y esperó y esperó, y pasaron las semanas mientras le daba vueltas a la idea de su futuro encuentro. Hasta que cierto día, mientras trataba de pescar otro día tormentoso y de llovizna con su caña de largo hilo y ésta se hincaba de nuevo en todo menos en las aguas revueltas, apareció una figura en el caminito que llevaba a su cueva. Y esta vez era una mujer. El corazón de nuestro ermitaño dio un vuelco.

-Hola, me ha sorprendido la tormenta ¿puedo pasar dentro hasta que se vaya?- dijo la mujer, con una voz como de azúcar.

-Cla.. claro-respondió nuestro ermitaño, y la llevó dentro.

Y los dos se sentaron en el suelo de la cueva, justo donde se habían sentado el ermitaño y el extranjero hacía unos meses. La chica no hablaba. El ermitaño no se veía capaz de trabar conversación. En vez de eso fue, nervioso, hacia la parte oscura de la cueva, el fondo, donde tenía la cocina, es decir, un par de utensilios para cortar y quitar escamas y una hoguera.

-¿Quieres un poco de pescado?- preguntó

Esperó un rato la respuesta, pero la chica no respondió. Al ermitaño esto le pareció sospechoso. Todo parecía sospechoso. Hacía muchos años que no veía una mujer fuera de su mente y cada vez tenía más dudas acerca de que su corazón fuese de un color normal. Pero ¿qué podía hacer? Sólo esperar en la penumbra, mirándola. Ella siguió sin hablar el resto del tiempo.

Y pasaron las horas, y la tormenta no amainó, sino que, muy al contrario, siguió soplando, y precipitando, y haciendo chocar a las gaviotas despistadas. El ermitaño cada vez estaba más nervioso. La mujer de sus sueños podía estar allí delante, y él sin saberlo.. Quizás se iba y lo dejaba ahí en la cueva, solo de nuevo. Había comprendido que no podría volver a la cueva. Tantos años de aislamiento no le habían servido de nada, al fin y al cabo. O bien se iba con ella a su reino maravilloso, o bien se lanzaba al mar. No había otras opciones. Comenzó a acercarse a ella en la oscuridad, pero se contuvo. ¿Cómo descubrir que era una de las mujeres de corazón verde, de las que vivían en madrigueras y nidos allá arriba sin que él lo hubiera sabido, desde hacía cientos de años? El extranjero no había dicho nada al respecto, pero daba la impresión de que eran inmortales, como tantos seres de leyenda. Probablemente habría un pequeño número de ellas en el nido, pero serían las mismas desde que el tiempo era tiempo. Quizás eran hijas de algún dios.. o madres de él. Tenía tantas dudas, y todas ellas se las quería preguntar a esa mujer sentada a la oscuridad, levemente iluminada por la luz que entraba por la puerta de la cueva. Pero no encontraba las palabras, no se atrevía. Era la primera mujer que veía en tantos años... Pero no eran las sensuales formas bajo su ropa lo que quería ver en ese momento, sino lo que tenía bajo el pecho. Tomó una resolución. Si eran inmortales o no, al menos, lo iba a descubrir pronto. Cogió un cuchillo de cortar pescado y se aproximó a la chica. Ésta no lo vio hasta que estuvo demasiado cerca, y casi no le dio tiempo a gritar cuando notó en su pecho un filo hincándose y practicándole un orificio justo encima del corazón.

Ahora pensaréis que sí que tenía el corazón verde, como en otra fábula, pero que murió y, por tanto, el ermitaño había asesinado a la mujer que le iba a traer la felicidad eterna y definitiva. Y fin de la historia. Pero no fue así...


Sí que murió, pero no tenía el corazón verde. Era tan rojizo como cualquier otro corazón, revelando que aquella chica era, al fin y al cabo, una humana normal. Nuestro ermitaño se sintió terriblemente culpable cuando la vio desplomarse delante de él. Acababa de asesinar a una chica inocente, con toda una vida por delante. Sentía el mal latiendo en sus manos, pero no era la primera vez que hacía algo así. Por algo había huido de los hombres, aunque quisiera ocultárselo y no pensar en ello nunca más.

Así que, como había aprendido hacía muchos años, recogió el cadáver y sus ropajes, y los cargó al hombro. Fue a echarla por el borde del acantilado. Nadie sabría que estuvo esa noche ahí, probablemente había desviado bastante su camino para ocultarse en las grutas de aquel acantilado, que era uno de los pocos sitios que permitían cobijo de los que estaban a la vista. Y el cuerpo sería pasto de peces. Por lo que, pensó sombríamente nuestro ermitaño, también sería pasto suyo indirectamente. Se apresuró a tirar el cuerpo por el borde riscoso. Cayó al agua de pie. Luego volvió a su cueva, y trató de limpiar la sangre.

Mientras limpiaba vio que la túnica de viajero se le había caído al cuerpo cuando lo llevaba afuera. La recogió para tirarla, y al hacerlo se le cayó un papelito al suelo. Tenía un dibujo de un corazón rojo, y estaba muy doblado. Al desdoblarlo descubrió que era una carta de amor destinada a él, y que la chica había viajado cientos de millas andando sólo por encontrarlo, desde una ciudad lejana. Le proponía construir con él una casita y vivir en ella el resto de sus vidas, hasta que fueran viejos y les sorprendiera la muerte. Olía a perfume y estaba mojada por sus lágrimas de emoción.

El ermitaño, al leer esto, hizo del mar su lecho.

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