El maestro Dragó reveló en su momento, no recuerdo
dónde pues me es difícil llevar un seguimiento de mi propio seguimiento, que
él nunca escuchaba música. Que, ya caminara por la calle o estuviera en su
casa, nunca había nada que rompiera, que destruyera el silencio en el que se
recogían sus interiores. Si yo hubiera podido escindir mi vida en dos o, mejor
dicho, multiplicarla, porque escindirla aún puedo -que no he llegado aún a su
ecuador- dedicaría una íntegramente a la música y otra íntegramente al
silencio. Pero esta única y humilde existencia mía se acerca más al primero de
los términos, al del barullo constante, la inmersión en los océanos de la
melodía ininterrumpida, diaria, rutinaria, y, es más, creo que si no se está en
ese estado de contacto, de embriaguez casi mareante, no se puede construir nada con las propias manos. Pero me gustaría también dedicar una vida al silencio porque creo que
ahí es donde se puede encontrar una leve elevación del nivel de conciencia, de
donde se puede aprender algo.
La música tiene un componente lírico, pero del estrictamente
musical no se puede extraer nada. El espacio que abre es plenamente externo, no
evoca nada, nada retrotrae, nada conmueve en nuestro ser real. Nos lleva como
al joven Lovecraft lo llevaban en sueños las alimañas sin rostro, cual
Discovery 1 a punto de acercarse al misterio elemental, nos conduce a terrenos
de los cuales nada podemos extraer, cruzamos pasajes completamente
desconocidos, desligados de nuestra actual comprensión del mundo, y luego
volvemos sin poder pronunciar una sílaba de lo visto… que no sea entonada. Nada
que ver con la meditación, la introspección, el palpitar de corazones que
teorizara Cage cuando componía silencios. Nada de crecimiento, nada de mejora
personal, nada que no opere sobre emociones momentáneas ante las cuales nos
encontraremos sustraídos o no en función de nuestro vulgar contexto cultural.
Nada a largo plazo. Ninguna verdad. Y, cuando nos conmueve, cuando más nos
gusta, suele ser cuando no está elaborada, cuando no reluce intelectualmente
como un sol, cuando no es un constructo complicado, cuando no se aleja de los
cánones, cuando consiste en los cuatro eternos acordes cuya progresión
matemática no deja espacio a la indiferencia, y que podrían resumirse mejor en
dos, o incluso (y esta clase de música nos hace entrar en una relajación casi
animal), uno pero con leves matices, o una serie de octavas que titilan en la
noche, un zumbido fuerte pero inaudible y, cuando por fin nos sentimos
relajados y empezamos a respirar un aire frío y puro, silencio, grillos,
silencio.
He looked through the wide window. Fields of green unreal glimmered in front of him as far as the eye could see, glistering and wounding his retinas, dazed with brightness. He kept quiet. The wind induced a sinuous swell to the meadow, and went whirly to him, to the little opened balcony in the midst of nowhere. He inhaled its bracing primitive cool, and felt that it was exactly the same as that wind which blew many years ago. Its purring he no longer understood, but had no need. The freshly painted grass, full of stealthy shivering, rocked homogeneously back and forth; the sky, dotted of cloud rings , was calm, nobody spoke anywhere. He stretched himself, and his arms knocked the wooden planks of the compartment. It occurred to him that he had to draw the curtains just then, for, if he hadn’t, he would fall at the dull mattress of grass, which asked aloud to be tread by the hoofs of a steed ridden by a knight of yesteryear who made a promise at a sunset. He closed them eagerly, with a lot of effort, and the room became pitch-and-black right away. He palpated clumsily his pocket, drew a matchbox and stroke a match. In its flickering gleam he saw a shadow of car’s headlights crossing the street close to him. Then the bulb of a lamppost lighted up slowly, spitting its beam to a brick wall furrowed of vomit. A small number of windows were being flooded by a yellowish light. He turned his collar up and ran inside an alley nearby.
Miró por la amplia ventana. Frente a él refulgían los campos de verde irreal hasta donde abarcaba la vista, diáfanos, hirientes. Él mantuvo el silencio. El aire inducía a la gran superficie verde un sinuoso oleaje, y caminaba en remolinos hacia el ventanal abierto en medio de ninguna parte. Inspiró su frescor originario, tosco, glacial, y sintió que era exactamente igual a un viento que había soplado hacía muchos años. No entendía ya su ronroneo, mas no lo precisaba. La hierba, rica en escalofríos furtivos, estaba como recién pintada, y se mecía homogéneamente hacia delante y hacia atrás. El cielo, punteado de aros de nubes, estaba quieto, y nadie hablaba en la escena. Él se estiró, y sus brazos chocaron con las tablas del compartimento. Entonces se le ocurrió que debía correr las cortinas entonces, si no no iba a hacerlo nunca, que si esperaba caería sobre el amortiguado colchón de hierba, que demandaba ser aplastado por los cascos de un corcel montado por un caballero que un día había hecho una promesa en una puesta de sol. Cerró con urgencia y esfuerzo las densas cortinas violáceas. Ahora estaba en la oscuridad más cerrada. Palpó su bolsillo, extrajo una caja de cerillas, encendió una. A su fulgor trémulo vio la sombra de unos faros de coche que cruzaban la calle junto a él. Luego se encendió lentamente la bombilla de una farola, que escupió su fulgor hacia un muro de ladrillo surcado por el vómito. Algunas escasas ventanas se iban inundando de una luz amarillenta. Él se subió el cuello de la gabardina y corrió hacia un callejón cercano.
Hablemos del neoliberal casposo,
abundante como las liendres. Al menos, lo es entre sus líderes y el Fondo
Norte(americano) de su afición. Aparte del hecho de nacer de familias con algo
que llevarse a la boca, encontramos que, de la Thatcher a Gary Johnson, de Jiménez
Losantos al manido Mariano, los que meten o aplauden un tijeretazo lo hacen
con una conciencia tranquila en común: creen que hay un nota en
las nubes sin nada mejor que hacer que espiar y darles azotes en el culete. Esto
es, son peligrosos, quiero decir, religiosos. Apurando más, cristianoides. Ojo,
esto no quiere decir que busquen, como otros, que su credo se imponga sobre la
sociedad, y menos mal, pero sí explica las simpatías con el Fondo Sud de ese maremágnum mediterráneo que en nuestro país llamamos
la(s) “derecha”.
Muchas de las raíces del
voluntarismo que proponen para sustituir la coacción estatal, definida según principios ingeniados por un
defensor del absolutismo llamado Hobbes, están más calcados del modelo
misionero cristiano que del asociacionismo de espíritu ácratico, aunque eso de
superponer en la misma frase “cristiano” y “voluntario” sea un insulto a la
memoria de unas pocas señoras con escoba.
Aparentemente las mentes de estos
tipos, como cualquier mente piadosa y por ende en la coyuntura de conciliar lo
irreconciliable, tienen una potencia que ni el cacharro de Bruselas, pues son
capaces de creer al mismo tiempo que los sistemas coercitivos menores son
intolerables y los sistemas coercitivos mayores son molones. Me explico, un
sistema de impuestos transversalmente electo es, para algunos antidemócratas,
algo moralmente denostable de por sí hasta el punto de ser legítimo saltárselo
a la torera si se presta la oportunidad. Se lo considera despreciable porque,
dicen, si uno hace uso de la libertad de poseer el fruto de su esfuerzo (medido en hectolitros de sudor ajeno) bien podría no querer pagar su gravamen, y si no lo paga, como
va en contra de las leyes vigentes, puede ser sancionado. Sin embargo, y aunque
sea poco liberal eso de ir juzgando la consistencia de las ideas del otro,
tenemos que reconocer lo disparatado de creer al mismo tiempo que si no se sigue
el credo moral del barbudo celeste te pudrirás en el infierno eternamente. La
multa por evasión fiscal tiene unas repercusiones mínimas en comparación con la
amenaza estar bullendo en una caldera de chef paticabril para siempre jamás,
sin embargo ellos, vaya a saber por qué, abrazan este segundo tipo de coerción.
Yo puestos a elegir siempre me quedo con lo extravagante, pero no dejo salir mis
ganas de parranda tan fácilmente. Sólo un decir.
Puede objetarse que de cualquier
modo es algo que sólo les afecta a ellos, y deberíamos, respetando su propio
credo, no tratar de intervenir en la necedad y la miseria de los individuos amundistas y atomizados y dejar de reponer las bombillas de los coles, si no fuera porque
toda consideración religiosa implica una consideración sobre el prójimo. Así,
si son estrictos con su ideario, estos individuos no sólo considerarán que
ellos deben de ser buenos porque si no se quedan sin postre, sino que todos los
que no sean buenos no repetirán postre a la postre, como estoy repitiendo yo
hasta lo cansino: postre. Y ese arroz con (mala) leche nos incluye a ti y a mí,
querido lector. Si da la casualidad de que nos cría una familia no practicante
y no podemos desarrollar en condiciones óptimas esa pizquita de esquizofrenia
que tan bien sienta o simplemente hemos nacido fuera de Europa bajo el Yugo Analógico
de otras confesiones, acabaremos en los avernos porque así lo dicta el
etnocentrismo de la fase más primitiva de la conciencia humana.
Gracias a haber puntualizado esto
comprendemos ahora mejor en qué consiste el “voluntarismo” del liberal
cristiano. Consiste en un “no hace falta tener un Estado para que
haga el bien por nosotros, porque si alguien no lo hace ya será él castigado
eternamente por entes con la misma consistencia ontológica que Winnie the Pooh”.
En manos de Walt Disney también están
las mentes y el destino de millones de personas, la gran diferencia es que él sólo estaba fingiendo que sus creaciones tenían alguna gracia. Aquí
los abrideros de boca son en tres dimensiones.
Algo parecido sucede cuando el
buen samaritano en cuestión no es religioso sino sólo fuertemente moral, un
muchacho brutote pero de buen corazón. La
moral es el origen innegable de la política pero de forma tan brusca y directa como la
mayor parte de la peña las enlaza en sus corazoncitos es también su féretro, y un féretro muy retro. En cualquiera de los casos, si
alguien consiguiera explicarles el mito del alma tendrían que
ser muy, muy desalmados, precisamente, como para no horrorizarse por echar tanta a gente a la miseria
sin paraísos ni infiernos que vengan aquí a poner orden, hablando en plata de
Navajita Plateá: pa na. Desde aquí, un besito a mi mamá, no dudamos que lo
fueran.
Pero los hay menos puritanos. Los hay que defienden esta ideología porque así
creen legitimada la mejor posición de salida al mercado laboral que tienen con
respecto un etíope, aunque ellos prefieren decir que es porque tienen valores, en concreto, una libertad cuya única
amenaza es la violencia física. Están permitidos el acoso laboral, la
infracualificación, los desfiles del Ku Klux Klan por el Bronx, la plusvalía -pero sólo algunas minusvalías-, la bendita explotación y, en general,
todo lo que sólo sea denunciado por dominios vagos como la psicología
individual y de masas y, por supuesto, la sociología, enemigo de los zoquetes
thatcheristas de ayer y hoy. Es un antipsicologismo tan fuerte como el de sus
socios militaristas y una reducción, “cree el ladrón”, del amplio
espectro de acción humanas a cuatro fuentes, yo, mí, me y conmigo, y la última está
siendo procesada por malversación de fondos. Se adorna en la mala comprensión de la noción de "ley biológica" aplicada al darwinismo, obviando la tendencia en los mamíferos superiores de especies semejantes a la colaboración en un tejido social cada vez más complejo. Pero claro, no vamos a negarlo, entre especies distintas sí se compite, lo cual demuestra que el Superhombre ni abuela precisa.
¿Qué sucede cuándo se ama tanto a
esa estatua neoyorkina que Kafka describió sosteniendo una espada sangrienta? Pues eso, se está dispuesto a matar, que
no morir, por ella (y matar de hambre, of course). Uno se saca de la chistera
(de burgués) conceptos como el de la “tiranía de la mayoría”, apuntado por el
siempre agudo Tocqueville, o, ya, rizando el rizo, dicen directamente que
si el pueblo decide ir en contra, vivan las caenas, eso estaría mal. Por mis cataplines que sí.
Entonces en
lugar de espíritus abrazables
como Dragó o Escohotado tenemos el ceño fruncido del progre militante. La
conspiranoia del estalinista estatitista estalagmitista. Todos iguales. Y es que así, amigos, son los tíos que nos
gobiernan, ya sean de izquierdas, de derechas, mcquiavélicos o bobolivarianos: tíos
sin salero. Nada peor que decir chorradas y que nadie se ría.
No se
engañen, vivimos en el mejor de los mundos posibles. No se engañen, ninguno
está en lo cierto, sólo somos un puñado de bestias implumes cuyas vidas son
guiadas por instintos, prejuicios y rencillas que buscamos legitimar de forma
patética y mediocre. Y nada más. No tenemos dignidad ninguna. No merecemos
dignidad ninguna. Por no merecer, no merecemos ni ser felices. Usted no es
especial. Ya sea Mozart, Obama o Jim Carrey, el mundo se las podía haber
arreglado muy bien sin su presencia. Lo hará, no lo dude. No olvide cerrar la
puerta al salir, o la sangre salpicará el jardín. Como diría cierto sabio, gut bai. Si yu sún. Ai Lob Yu.
Es costumbre dividir las artes, a un nivel fundamental,
entre artes espaciales y artes temporales. A las primeras pertenecen por
ejemplo la arquitectura, la fotografía y las artes plásticas. Al añadirles el
elemento tiempo se consiguen híbridos como el cine, o la literatura ya en un nivel
más abstracto, menos ligado al espacio que se ve y siente y con fuertes
elementos de ritmo, y ya finalmente la poesía y en última instancia y si no somos hegelianos, lo que
podría considerarse el puro tiempo que no existe en ningún espacio y a ninguna
res extensa hace referencia, la música.
Se toma la música como el arte cronológico por excelencia, y
bien es cierto que en su vertiente rítmica no puede menos que considerarse así,
pero tampoco es cierto que esté tan desligada de los lugares, que no abra
espacios a su manera. No obstante, es esta última una característica que no
está presente en la mayor parte de la música, sino más bien una tendencia que
se opone y compensa con la que busca el puro ritmo, a veces muy predominante, a
veces muy poco.
La ligazón de la audición con el mundo sensible, lejos de
ser leve y remota, es esencial en nuestra constitución psicobiológica, prueba
de ello es por ejemplo que podamos cerrar los ojos, la boca y la nariz (dejando
de respirar), pero necesitemos ayudarnos de las extremidades para hacer lo
mismo con los oídos. Aunque la capacidad del oído humano está muy por debajo de
la de otros animales, conforma, junto con la vista, el sentido más desarrollado
para detectar amenazas ahí fuera. No obstante, para nosotros el hecho de que la
percepción auditiva no nos parezca tan directa como las otras se manifiesta en
el lenguaje: decimos con frecuencia “veo un perro” o “este guiso sabe a perro”,
pero el sentido de “oigo a un perro”, es frecuentemente asociado con “oigo el ladrido
de un perro”, como si lo que oyéramos no fuera el perro mismo, la misma entidad
que vemos y cuyas deposiciones o aliento tenemos la desgracia de oler. Pero
parece que el oído no se relaciona con las cosas, sino con su sonido, las
ondas, una impronta invisible que dejan en el aire y que se dirige hacia
nosotros. En cierto modo es verdad, tanto como que no vemos sino la impronta
visual de los objetos, dependiente de la configuración de nuestro ojo, pero
sucede a veces que pensar en esta separación entre nuestra percepción visual y
los objetos nos resulta inquietante y extraña y nos cuesta más pensar cómo
serían vistos por una abeja más que pararnos a pensar cómo oye nuestro perro
nuestra voz. Tenemos la vista como sentido prioritario, y lo tenemos como sentido
mayoritariamente espacial, aunque se pueda también captar el cambio con él.
Sin embargo, debemos
distinguir entre “espacio” y “lugar”. El espacio es la pura apertura de las
dimensiones, la indeterminación de la extensión, mientras que un lugar es una
entidad elaborada, concebida cuanto menos, y que consta no sólo de una
percepción visual, sino de aditivos olfativos, sonoros, etcétera, y, lo que es
más importante, una delimitación realizada por el entendimiento. Un lugar es
una parcela que queremos crear en el espacio infinitamente extenso, y se lo
parcela siguiendo cierto criterio. Ese criterio puede ser la forma, que invite
a pensar en él como en una unidad completamente independiente, pero también hay
muchos otros motivos para considerar un determinado número de percepciones
espaciales como un “lugar”: la función, la utilidad, la tradición o, incluso, y
esto es lo que más me interesa, un sentimiento experimentado que aúne cosas que
antes estuvieran separadas.
Un ejemplo de esto puede ser la claustrofobia, que crea la
categoría de “lugar cerrado”, la cual aúna multitud de espacios con poco en
común. Esta categoría no es experimentada por usted o por mí habitualmente si
no padecemos claustrofobia, y ni siquiera lo pensamos o nos damos plena cuenta
de cada vez que pasamos de un lugar abierto a uno cerrado, pero para una
persona que sí la padece el cambio es siempre consciente y acusado. El lugar, entonces,
existe.
Lo mismo se puede decir de “lugares que tienen un conejito
rosa en una estantería”, caso de haber una fobia al respecto, y quiero decir
con esto que no necesariamente las categorías que crean los sentimientos tienen
una definición tan fácil y compartible como la de “lugar cerrado”.
Una cámara de vídeo sólo puede captar un lugar tal cual es,
sin aditivos, sin comentarios, y si se lo quiere volver expresivo es preciso
construir mediante decorados o efectos de distinto tipo un nuevo lugar objetivo
que cree sin embargo la ilusión, la falaz fantasía del sentimiento que se
quiere transmitir. La literatura lo tiene más fácil, pues al introducir la
impresión mediante la figura del narrador o los personajes puede generar ese
componente subjetivo en apariencia, pero de ahí a que el lector se vea envuelto
en la sensación que se quiere transmitir, y no lo lea con la frialdad de quien
lee un “te quiero” escrito en una pared, hace falta unas dotes comunicativas
que forman parte del arsenal de un buen escritor. La música, al no tener
referente alguno, lo tiene aún más difícil. Se puede pensar que la música se
compone como una especie de canalización de un lugar, de vivencias o
acontecimientos del mundo externo, pero, hasta donde yo sé, no hay manera
alguna de expresarlos sino es bajo el filtro de la sensación que producen, y
aun así el rol de esta última es muy cuestionable.
Pero no nos interesa ese asunto, sino más bien,
independientemente del proceso de creación que haya habido, el proceso de su recepción. Y ahí sí se puede pensar la
música como algo que abre un espacio en lugar del puro discurrir temporal que
se le asigna, pese a su incapacidad de permitirnos retornar a la página
precedente o de deleitarnos en los detalles de una escena concreta cual si de
un lienzo al óleo se tratara. Pero, sin pretender negar que este discurrir,
esta fluidez absoluta existe, hay que preguntarse si es lo esencial, si es lo
que la define, además de ser lo que la diferencia de las otras artes, pues la
diferencia que la rinde específica no tiene por qué ser lo que mejor da cuenta
de su esencia.
La respuesta viene de la mano de una consideración sobre
esos lugares cuyo fundamento hemos trazado brevemente. Si bien el espacio puro
carece de tiempo, no podemos afirmar que los “lugares” no tengan un movimiento
interno, no tengan un dinamismo en perpetua actividad: las orugas que mascan las
hojas, los pájaros que sobrevuelan la escena, la constante e inadvertida
corrupción a la que está sometido todo lo que esté sometido al tiempo. Aunque
al hacernos un concepto, una impronta intelectual de la ubicación, lo
entendamos como algo fijo y constante, lo cierto es que no para de cambiar. Es
decir, existe un motor interno que es semejante al que conduce a la música
desde el principio hacia el final de la obra. ¿Pensamos acaso en un movimiento,
en un puro discurrir cuando nos mencionan una pieza musical que conocemos, o
más bien se nos viene a la mente una sensación, una impresión análoga a la que
tienen los lugares?
A veces se utilizan adjetivos propios de la evaluación de la
personalidad para definir a los contenidos de la música: una melodía alegre,
triste, madura, reflexiva… pero no son más que trucos expresivos pues,
¿realmente existe una canción absolutamente alegre, absolutamente triste? Yo, en
mi ignorancia, no conozco ninguna, lo cual no impide que pueda experimentar
esas sensaciones ante su configuración como puedo experimentarlas ante una
puesta de sol, un valle de los Alpes o un cementerio de paredes grises, ninguno
de los cuales está diseñado para producir esa sensación, en principio.
Es mi forma de traducirla, y en este sentido la música es para mí como la
exposición a un lugar, algo que yo delimito caprichosamente, por supuesto,
entre el continuo de sonidos al que estoy sometido desde que nací, y a la que
asocio una mayor o menor reacción sentimental, un equivalente subjetivo a lo
que se me presenta, aunque el idioma que hable, como el que hablan los lugares,
me sea en el fondo muy lejano, mucho más que el de la literatura, que se
apropia y manipula los conceptos con los que formo mi visión del mundo y me
hablo a mí mismo.
Esa especie de apertura que se produce en nosotros al
exponernos a un lugar musical es la forma que tiene la música de asemejarse al
mundo externo, o quizás es nuestra forma de hacerla propia en analogía a lo que
experimentamos en la mundanidad, eso nunca lo sabremos. Desde esta óptica se
puede ver también una incidencia importante del manejo y la articulación de
lugares en la literatura, el cine o las artes plásticas, aunque estas últimas
son un caso menos flexible porque generalmente la elección de la “escena” es
una selección de lugar primaria y directa efectuada de antemano por el autor.
Esta óptica de entender la música como un juego topográfico
es sólo una simple introducción que tiene empero una gran importancia, pues la
topografía (no en sentido deleuziano o lacaniano, dios me libre, sino en su
cientificidad) me parece la respuesta más clara a la crisis del héroe antropocéntrico en artes
más literarias, de lo cual muchas tonterías quedan por decir.
Benjamin Franklin escribía en sus “Consejos a un joven comerciante” que no utilizar el dinero, no aprovecharlo, no sacarle fruto es algo comparable a un asesinato. Dada la capacidad de inversión que permite extraer de él más de lo que en origen estaba presente, el crimen es de proporciones épicas, y su impacto se prolonga durante muchas “generaciones” monetarias. Es curioso el tono de imperativo categórico adoptado por uno de los padres fundadores de la que es quizás la entidad bursátil más ejemplar del mundo, tanto en la salud como en la enfermedad. En lugar de apelar a una deontología kantiana que se funda en sí misma en tanto que autonomía del deber de todo condicionante material o situacional, se hace por respeto al dinero en sí mismo, devenido autónomo, que tampoco es en ningún modo “material”. El dinero en sí no consiste sino en puro valor de intercambio, mientras que el respeto al deber es exigencia racional y, dada la univocidad supuesta al raciocinio no podría ser canjeado por otra noción sin caer en resortes de mala fe (univocidad que estamos lejos de suscribir). Estamos equiparando, por ende, un concepto que no es intercambiable y posee su fundamento en sí mismo con un concepto que no se funda en nada, y que sin embargo sirve para fundarlo todo al mismo tiempo, en tanto que todo ente desde su aparición, incluyendo lo que exhibía categorías como las de sagrado y sublime, puede obtener la asignación de un determinado valor si se da la oportunidad de tal asignación. Cuando se opta por no propiciar esta situación es para mantener una interconexión de relaciones de intercambio, una microfísica financiera en torno al objeto que se aparenta preservar exentos de ellas, como sucede con obras de artes oficialmente incalculables, por ejemplo la Mona Lisa. En cuanto reciben ese estatus lo que se permite es sencillamente poder usarlas como pozo sin fondo de reproducciones turísticas y artísticas que, en la lógica crematística que acabamos de ver, basada en el requerimiento de extraer valor de donde es aritméticamente inconcebible, reportan mayores dividendos que el original si estuviéramos en la coyuntura de aplicar sobre él el filtro de la valorización, esa valorización que es al mismo tiempo desvalorización al destronar a la anterior posición, ya fuera de intocable o de brahmán, misticismos todos propios de un clima sociocultural llamado acientífico.
No obstante, esta organización que no se funda en otra cosa que en sí misma y no puede justificar ese fundamento desde sí misma tiende en el fondo al orden de lo religioso. Weber mostró generosamente que la fuente de la ética asociada al espíritu liberal-capitalista es la mentalidad calvinista (yo añadiría que en un retorcido trampantojo psíquico cercano al delirio) pero nos referimos a algo que está en el corazón mismo de la religión, en el sentido cristiano y originario del término. Los padres de la iglesia dieron un uso primerizo al término griego οἰκονομία como la red de relaciones entre las partes trinitarias, y se puede equiparar la iconografía bancaria con otros tipos de iconos martiriales hasta el punto de postular, como hace Mondzain, que el propio símbolo del dólar proviene en realidad de la superposición de las iniciales de In Hoc Signo. Pero no es nuestra intención establecer una ramplona analogía entre la psicología religiosa con objeto místico y una suerte de credo omnipresente de adoración al capital, pese a que hay multitud de ejemplos de que así es interpretado subconscientemente por muchos sujetos presos en ideologías colindantes, y uno de ellos ha sido citado en la referencia a Franklin y su devenir ético fundado en el aprovechamiento de posibilidades del bolsillo. Nuestra intención es más bien analizar el trasfondo estructural, si bien de proveniencia religiosa, que, creemos, sí está presente en la desvalorización y omnivaloración simultáneas que se expanden al paso del borrado de fronteras del que el capital es abanderado. Hablamos de que el capitalismo es, en cierta dimensión, consecuencia implícita del corpus de la religión, con la misma naturaleza paradójica sólo en apariencia con la que para Heidegger, en el plano epistémico-moral, la traza del nihilismo, que en cierto sentido es su homólogo epistemológico, se remonta a la fundación del pensamiento occidental en sí mismo, de la que es la sombra.
También en Heidegger encontramos, en sus reflexiones sobre la técnica como aletheia, una definición de la “instrumentalización” radical, que la tacha de mera causa-efecto, y, en efecto, un mundo en el que todo es instrumentalizable se manifiesta en una red reticular de causas infinitamente retroactivas que carece del principio jerárquico tradicionalmente exigido por la lógica a esta clase de estructuras. En todos los planos de la labor intelectual prima sólo la noción de canjeabilidad, sin que parezca haber un criterio que ponga en orden la red de intercambios. Pero en realidad si lo hay, implícito como estructura tras la estructura misma, y puede abstraerse hasta lograr una formulación que demuestre su condición de criterio activo.
Para aproximarnos a él ello acudiremos a un texto de otro Benjamin, de nombre Walter en esta ocasión, que se encuentra en sus Fragmentos Póstumos, donde reflexiona de forma implícita sobre lo que él califica como la “ambigüedad demoníaca” de la palabra alemana “schuld”, que viene a significar “deuda”, en un sentido de endeudamiento y al mismo tiempo “culpa”, en un sentido expiatorio y judicial. En este fragmento, de interpretación muy difícil y con frecuencia imposible, se califica al capitalismo de religión puramente cultual, carente de dogma o contenido específico, y que se basa en la “repetición del culto a la nada”, dándose a interpretar esta nada como la carencia de entidad propia que es cualidad fundamental del parné.
Quedémonos con esta idea. Basar la sociedad en este criterio carente de contenido puede verse como una reiteración ritual del movimiento fundador del empedrado capitalista, la metafórica primera moneda, el metafórico primer ser humano comprado o la primera obra de arte vendida, pero es mucho más. Benjamin dice que el fin del capitalismo, y lo que garantiza su inextricabilidad al mismo tiempo, es el “endeudamiento” (o “culpabilización” en alemán) final de Dios, es decir, si mi interpretación no es errónea (a partir de aquí sólo podemos afilar la hermenéutica) algo así como el socavamiento definitivo de la noción de Dios como fundamento metafísico de todo conocer u obrar, cuya muerte conoció el vulgo en el anuncio de Zaratustra. Pero el movimiento intrínseco a la “deuda” impide un endeudamiento final, porque el sistema tiene como eficaz manera de nutrición autosostenible la proyección de endeudamientos puntuales que se proponen a largo plazo para obtener un beneficio que poder volver a reinvertir. Esta falta de cierre del círculo vicioso hace que un endeudamiento “definitivo” no sea lógicamente posible sin su propia asfixia. Esta tesis se puede extrapolar a la idea de que siempre existirá una búsqueda en los hombres tendente a este principio último, inagotable, que impedirá que la sociedad huxleyana donde es sustituido por respuestas prefabricadas proporcionadas desde la esfera comercial o administrativa sea completa, lo cual no quiere decir que, en su incompletitud, no pueda ser tan efectiva como para prolongarse en la eternidad. Aunque los mercaderes habiten el templo y tengan comprada y alquilada cada parcela, no podrán exterminar la anomalía psicológica de raíz, sino sólo a posteriori, operando sobre el cuerpo físico. Esto es lo que podríamos entresacar de la comprensión de la dinámica de endeudamiento, aunque yo no me atrevo a asegurar su veracidad ante los eventuales avances en la técnica de moldear el genoma y la corporalidad en todos sus aspectos y ante el hecho inherente al capitalismo de que el avance científico tenga sus fondos en el mejor postor.
La culpabilización/endeudamiento final de esta noción filosófica de Dios (nada que ver con el burdo antropomorfismo de su figura religiosa) se produce, como hemos visto, en su desvalorización económica, y en el plano expiatorio o judicial, en su “humanización”, acercándose más bien esta vez a la acepción de “culpa” tal como el cristiano la asocia a la noción de "persona" como separación del prosopon). Pero esta “humanización” de Dios, abstracción suma representada por una hegemonía monoteísta, existe ya, a nivel mítico, en el acto fundacional del propio cristianismo: la encarnación de Cristo. Dios “muere” para adquirir forma humana y campar entre los hombres, de tal suerte que lo que vemos en el capitalismo es una especie de reproducción simbólica a gran escala de este acto fundacional de minusvalía, trazado bajo el colorido de un determinado contexto filosófico y cultural. Y una reproducción simbólica del gesto primigenio es una reproducción ritual. La reproducción de esta desmejoría de la condición divina de Cristo ha sido repetida mil y una veces por el cristianismo, y, cuando el tiempo de mayor gloria de este ha pasado, ha sido sustituido por el utilitarismo liberal, el consecuencialismo liberal y finalmente el capitalismo liberal, que puede comprenderse como el salto de la consecuencia –que aún tenía la mayoría como prioridad- al beneficio. Otros argumentan su surgimiento, como hemos señalado, desde la mentalidad protestante, surgida de la mentalidad calvinista, que, nunca está de más señalarlo, se proponía a sí misma como movimiento en tanto que autentificación, purificación del pensamiento cristiano desvirtuado por el exceso católico. Es esto lo que puede comprenderse como la religión puramente cultual que opera en torno a la nada, aunque esté desnudada de todo elemento religioso visible. El cristianismo, que comienza con la irrupción de una esfera de negatividad en el seno de un Dios que antes fuera inaccesible, incorporablizable, inconceptualizable, culmina en la esfera de negatividad del ataque sistemático pero no declarado a todo lo que se relaciona con esta noción de fundamento de orden ontológico o teológico mediante la posibilidad de su puesta en mercado. Esta negatividad existe en todos los frentes: en la desigualdad social que resulta se genera una dimensión negativa de la posibilidad de la equidad de oportunidades básica como criterio de la sociedad homogénea y sin señores, aquella que un proto-nazi como Nietzsche anticipó con terror cuando hablaba de “la arena” del cristianismo y la democracia, en tanto que los sujetos quedaban relegados a granos insignificantes en una playa infinita. Pero al mismo tiempo, bajo esta supuesta carencia de criterio “democrática” (e “igualitaria”, por tanto) que origina la desigualdad, se mantienen reservados los puestos de mando en lo social gracias a lo indiscutido del dominio económico, con lo cual sólo se trata de un paso previo a la verdadera carencia de teología, estando esta concepción constitutivamente unida al viejo fundamento bajo una relación de parasitismo en todos los sentidos (empezando por su erradicación si sucediera la muerte del huésped) y proyectando la impresión de que lo estará siempre, de que se trata al fin de la ausencia de imposición en el orden de lo social.
Así pues, es necesario pensar esta negatividad desequilibrada y cómo se relaciona de forma paradójica con la opresión que en apariencia hace de homogeneizador. En las relaciones internacionales la negatividad media entre territorios, en ejes de subordinación articulados bajo el amparo de una estructura supranacional que se dice fundada en principios equitativos, lo cual de por sí es más que discutible, y sobre todo apunta sin alcanzarlos a los distributivos. Si concebimos la depreciación de Dios en el hombre como el principio fundamental no podemos evitar considerar que el sistema de producción capitalista es final, la desembocadura inevitable, insustraíble. Y, como se sigue del mismo hilo, como, en palabras de Benjamin, es “un parásito sobre el cristianismo”, como participa de su misma sustancia, se puede hablar de la misma dimensión que es más que religiosa, pero religiosa entre otras.
Hasta aquí la libérrima interpretación abstrusa de un texto abstruso que nadie excepto tal vez su autor sabe qué quiso decir, y que sin embargo contiene quizás el germen de una solución al estado de cosas al que se refiere. ¿Existen alternativas concebibles a esta lógica dominante? Las alternativas pasarían entonces, extrapolando en cierto grado lo estricto de la lógica utilizada, por fundamentarse no en el absoluto recompuesto, inefable, la ideología “completa”, en contraposición a esta estructura invisible del principio “herido”. Reavivar el moribundo en eterno último suspiro supone retornar a una organización resurrecta directamente religiosa, que no se reconoce como tal. Es el caso de las alternativas de extrema izquierda o derecha que, ignorantes de su propia herencia, no reconocen que poco a poco retornarán necesariamente al infatigable orden de cosas que combatieran, a la nueva explosión de suturas y consiguiente reapertura de heridas. Es el mismo caso, el del fascismo, el que se da en la explicitación de un proyecto político coherente, fundamentado y “absolutizable”. Se vuelve imperativa entonces, como se torna evidente poco a poco, la ausencia efectiva de un principio rector que se pueda preciar de tal posición, pero impidiendo que se construya nada que no surja del movimiento interno, para lo cual es necesario, en último término de paradojas, aspirar a una disposición del orden dado tal que se den las condiciones de surgimiento, y eso tiene por condición de posibilidad un menoscabo de la negatividad social surgida de esta dinámica cultual que venimos de destapar.
Logo del Ministerio de Agricultura Nazi, en el que se incluye el famoso slogan
“Blut und Boden” (sangre y suelo)
El nazi mira el mundo en el que vive y ve un páramo , un
infierno gris de fábricas, gritos y suburbios, frente al verdor de los bosques
y los granjeros, de los valores de la tierra y la pequeña comunidad espiritual
de campesinos. Su búsqueda romántica es la de un mundo sencillo que
probablemente no existió nunca, y el amor a una imagen de la patria que sólo
está en su espejismo. Este amor a la tierra se ve reflejado en una gran
preocupación ecologista. Desde el mismo año de su llegada al poder, los nazis
instauraron el más amplio conjunto de leyes de respeto y conservación de la
vida animal hasta el momento en la historia, incluyendo, verbigracia, la
prohibición de las formas más hirientes de herrar a un caballo o cocinar una
langosta. Jerarcas de la talla de Hitler, Himmler, Hess o Goebbels se
impusieron un cierto vegetarianismo, y, Göring, como primer ministro de Prusia,
amenazó a cualquiera que maltratara a los animales con ser enviado a un campo
de concentración, y deportó, al parecer, a un pescador por cortar una rana viva
para cebo.
El maltrato de los animales por parte de los judíos se veía
ejemplificado en la importancia de la carne en su dieta y en el ritual de la shejitá, en el que se asesinaba
ritualmente a los animales, aunque de forma poco cruenta, para que fueran aptos
espiritualmente para el consumo (kosher).
Del mismo modo, los judíos se consideraban en lo alto de la pirámide de esa
ciencia descontrolada, absurda, irrespetuosa hacia la vida, que los nazis
querían erradicar, y que tenía un símbolo muy poderoso en la vivisección, la
cual prohibieron terminantemente (sustituyéndola en la práctica con la
experimentación con seres humanos “inferiores”, sobre mencionarlo). La
indudable superioridad intelectual que han demostrado desde tiempos inmemoriales los hebreos no resulta, pues, una objeción a su odio, ni les resultaría
una sorpresa que, a día de hoy, por ejemplo, ese 0,2 % de la población mundial
haya obtenido el 41 % de los premios Nobel
de economía[1],
el 26% de Física y el 27% de Medicina y psiquiatría. El fascista no aspira a
esa clase de inteligencia que ve corrupta, a esa brillantez degenerada, y hace
alarde de valores anti-cosmopolitas, de cerrazón intelectual, propaganda y eslogan
vacuo y de entregarse y preocuparse sólo, de una forma casi obsesiva, del
bienestar y la salud de su comunidad de “puros” (no olvidemos, por ejemplo, que
los Nazis fueron los primeros que se tomaron el
bienestar de su pueblo tan en serio como para inventar cosas tan
paternalistas para entonces como la primera legislación anti-tabaco de la historia).
El fascismo busca restaurar un Imperio que fije la geografía
y pare el movimiento histórico (como pretenden a su manera la mayoría de
imperios). Y creían que restaurar el dominio pretérito sólo era un objetivo
realista mediante la conquista de todos los territorios en los que habitaran
sus integrantes de sangre (que podían no estar encarcelados en un país), o bien
la conquista de los pueblos esencialmente inferiores que no tenían derecho a la
soberanía. Compartiendo el atroz militarismo y las ínfulas de expansionismo, de
recuperar imperios perdidos y saldar deudas históricas, el nazismo, en este
aspecto, era más realista que otras formas de fascismo, pues tenía claro qué
posición debían de desempeñar los pueblos conquistados, en su gradación de lo
humano hacia lo subhumano (Untermensch),
en donde el judío estaba en lo más bajo del reino animal, junto a la rata (y
superado con creces por el águila, el lobo o el cerdo, por ejemplo, todos ellos
animales “nobles”). Tan pronto como el 19 de Mayo de 1943, Alemania era
declarada “limpia de judíos” (judenrein),
ya que la mayor parte de ellos habían sido apartados de la vida pública o
deportados a territorios conquistados y Estados títeres, y allí donde colocaran su bandera imperialista
comenzaban ipso facto, con una
celeridad y una prioridad inconcebibles dada la urgente situación de guerra, su
política racial, cuyo resultado es por todos sabido (menos por Dios, al parecer).
Dentro de esta política se persiguieron en todos los frentes a otros colectivos de seres considerados inferiores, como los gitanos (otra etnia cosmopolita, desarraigada y errante), los homosexuales o la oposición de izquierda (ambos considerados fruto de los vicios de la sociedad contemporánea) y credos religiosos como los Testigos de Jehová o los masones. En principio, estos credos guardan poco que ver con el ocultismo pagano, de influencia nórdica y racista que estaba de moda entre los gerifaltes nazis. Recordemos que los principios de la masonería son precisamente “Igualdad, Libertad y Fraternidad”, y que uno de sus fines es “el desarrollo espiritual” de la humanidad, y comprenderemos más claramente el por qué.
¿Recordamos a cierto dictador también obsesionado con los masones? Creo que desde esta luz es inevitable entrever la genuina y refutada en ocasiones simpatía de Franco hacia una cosmovisión fascista, con todas las letras, pese a que ya se sabe que en lo ideológico no era tan brillante como en lo militar y que, en la práctica, su régimen tuviera muchas particularidades que lo diferencian del otro fascismo europeo, debidas en gran parte a haberse prolongado en el tiempo cuando ya en Europa la era de sus ideas era pretérita y aborrecida.
Su férreo nacionalismo se encuadra en una legitimación emanada del “pueblo español” (aunque necesitó una guerra para que se diera cuenta) hasta el punto de oírlo afirmar no meterse en política, y vemos en los tópicos constantes de su discurso hacer oposición la misma serie de asociaciones dañinas para este pueblo hasta el final de sus días. Si el “dime a quien te enfrentas y te diré quién eres” lleva en política algo de razón, es un detalle muy revelador aquel que ejemplifica, como muchas otras, la siguiente frase de su última aparición pública el 1 de Octubre de 1975
“Todo lo que en España y Europa se ha armao obedece a una conspiración masónico-izquierdista, en contubernio con la subversión comunista-terrorista en lo social, que si a nosotros nos honra, a ellos les envilece" [2]
Pero volvamos a la cuestión judía, que a Franco no debía preocuparle mucho pues su país fue históricamente pionero y exitoso en la historia de su deportación (aunque no se sustrajera a fomentar el antisemitismo bajo el pseudónimo de Jakim Boor en el diario falangista Arriba). Es digno de señalar, para finalizar, el antisemitismo de otro subversivo terrorista con mucho miedo al terrorismo: Stalin. No es el único ejemplo en un gobierno socialista (mírese la Polonia de Moczar), pero sí el más paradigmático. Si bien esta ideología no era en ningún modo una pauta estatal oficial, sino más bien una emborronada tendencia personal, llegó a plasmarse en políticas oficiales. No queda claro si la idea de complot sionista era afín al marcado gusto por la paranoia de Uncle Joe, o si su abierto desprecio hacia los judíos –público ya desde tiempos de Lenin- era sólo una fobia adquirida sin raciocinio. En todo caso se potenció con los años, al ritmo de su temor inagotable a las conjuras, y, sobre todo, tras juzgar al Estado de Israel como lacayo de las políticas de EEUU, nación a la que los judíos estaban perpetuamente agradecidos, pues en ella habían podido, en sus propias palabras, “hacerse ricos y burgueses”. Ya en 1907 distinguía una “facción” judía de intereses capitalistas entre los bolcheviques. Esta sospecha culminó en 1953, año de su muerte (dañina y abundante es la senilidad en el poder), cuando fabricó la conspiración del Complot de los Médicos, según la cual médicos judíos pretenderían asesinar con tratamientos traidores a altos cargos del Partido. Los procesos se interrumpieron a su deceso y se reveló que eran una farsa.
Según George Steiner, cuya teoría sobre la psicología religiosa del Holocausto merece mi mayor recomendación (pese a que discrepo de ella en este punto pues creo posible una explicación más sencilla) este resentimiento se debe a que el judaísmo recuerda la utopía asesinada a los que la asesinaron. Y esa utopía enferma, que tilda todo lo que no escapa a su estrecha comprensión totalitaria de “burgués” o “enemigo del pueblo”, se ceba entonces en el culpable, su propio origen primordial, y lo cataloga con las mismas categorías disparatadas, incapaz ya de escapar a su penoso círculo vicioso. Como si el diablo hubiera olvidado que Dios existe, y ya hiciera lo que antes era el Mal sin luz, como un autómata. Y esta clase de Mal automático es, al fin y al cabo, exactamente lo que los alemanes querían producir en todas las generaciones futuras del planeta.
No obstante todo ello, esta característica que comparten el nacional-socialismo y el “socialismo en un solo país” (la cercanía nominal no es arbitraria, pero eso lo dejaremos para otro momento, cuando analicemos una joya infravalorada llamada nacional-bolchevismo) significaría al mismo tiempo su diferencia radical, pues equivalerlos por ello supone caer en una pobre comprensión del principio que los mueve. No deja de ser indicativo, pese a todo, que el exceso de utopía y su defecto compartan en su momento cumbre de la Historia una de sus múltiples fobias.
Por suerte, siempre se presenta una agazapada gacela dispuesta a recalentar la insoportable ausencia perpetua de Beatriz. Y, sin embargo, nadie ni nada apacigua la llamarada eterna [como una condena de mortal necesidad] que crepita incesante hasta destrozarme de cuajo...: Pablo no está aquí y no hay suficientes chinchetas en el aire quebrándose. Pablo no está aquí y nuestro Rock 'nd Paul aún no explota los amplificadores. Pablo no está aquí y arrastrarme por Malasaña sin él [como un quejío rompiendo el compás] me está asfixiando.
Se ha sugerido con frecuencia que los judíos eran
simplemente el objetivo más fácil para focalizar la frustración del pueblo
alemán: una comunidad cerrada, con rituales y modos de vida distintos, que
debía cohabitar con una mayoría que los miraba con recelo. Si es inevitable que
una comunidad sólo se pueda mantener unida en vigilancia ante la amenaza
de un enemigo común, lo más efectivo es que aquel sea el que duerme a escasos
metros de uno. A ese resentimiento se suma la envidia frente a la posesión de
riqueza de la que efectivamente eran dueñas muchas familias judías, en tiempos
de gran pobreza para el común de los alemanes. Pero quizás atendiendo a los
motivos que el propio antisemitismo aduce se pueda clarificar el cuadro un poco
más.
Entre esos motivos encontramos la tópica acusación de que
los judíos aspiran a dominar el mundo desde la sombra, que obtuvo su
formulación más duradera en los “Protocolos
de los Sabios de Sión”, el más famoso e influyente libelo antisemita,
aparecido en la Rusia del siglo XIX. De
cualquier modo, ya desde el Medievo se imprimían “libelos de sangre” contra la
población judía, que los acusaban de cometer rituales en los que sacrifican a
niños cristianos, pretendiendo emular el asesinato de Jesús. Todos coincidían
en otorgarles un poder inconmensurable y diabólico, aunque fuera difícil
concluirlo de la experiencia diaria, e inducían a la gente a actuar en respuesta con la conciencia tranquila de
quien se está defendiendo.
Uno de los motivos que más pasiones ha levantado siempre, y
que revela el inmenso poder maléfico del que es capaz el pueblo de mosaico, es el de que han cometido la mayor de las
aberraciones concebibles: la de asesinar a Dios. Y pueden verse como un pueblo
que aún hoy, en su ortodoxia, sigue perpetuando su crimen mediante la negación
de Cristo. Se resta entonces importancia a que Dios escogiera precisamente a un
judío para su encarnación terrestre, que la inmensa mayoría de figuras bíblicas
fueran judías y, sobre todo, se obvia del todo que los judíos eran mucho más
poderosos que lo que se postula, ya que al cometer el deicidio sólo estaban asesinando a su propia criatura.
Porque también fueron los autores de
Dios, al menos el modelo de divinidad que queda plasmado en el Antiguo
Testamento y del que bebieron para sus propios monoteísmos tanto cristianos
como musulmanes. Y no sólo fueron los artífices de Dios, sino también el origen
de múltiples aspectos, manifiestos o casi imperceptibles, de nuestra cultura
occidental tras haber sido vapuleada por el cristianismo tantos siglos.
Podría decirse que los judíos, al inventar a Dios,
inventaron el tiempo. La concepción del tiempo en el mundo clásico, si bien no
era exactamente cíclica como el de otras de culturas politeístas, no era
lineal a la manera cristiana. Había devenir sin fin, había acontecimiento, pero
el acontecer era inocente, no tenía signo ni positivo ni negativo. Me explico:
no se explicaban los sinsabores por una culpa originaria presente en el hombre,
no había que colocarse fuera del tiempo para juzgarlo e imaginar mundos
posibles superiores. Lo que sucedía era lo único que había podido suceder, la
naturaleza era lo que ha venido en llamarse un “límite de principio”, y, como
nos muestran la Tragedia y también con frecuencia sus prototipos de sabio (que
culminan en la escuela estoica), quien pretendía superar el límite y el
sufrimiento que conllevaba recibía su castigo en forma de mayor sufrimiento.
Esto no implica que no poseyeran también sus teorías sobre
cómo debían ser las cosas humanas, pero no las planteaban como una alteración
del curso de las cosas hacia un final definitivo, sino, muy al contrario, como
opciones para vivir mejor dentro de los límites de lo dado. No concebían la
idea de que, una vez puestas todas en práctica, hubiera que dar la
Historia por finalizada. Es gracias a la introducción de un momento en el esquema
(el Juicio Final) en el que se pondrá a cada cual en su sitio y se clausurarán
los días de mal y sufrimiento, como surge la posibilidad de una culpa en lo que
sucede, la independencia de un “camino histórico correcto” que lleva al buen
fin entre muchos que no lo son, y se puede narrar la historia como un relato
con sentido en dirección a él. Es con el dogma del pecado original cuando el
hombre se ve obligado a actuar para
salvarse, por el mero hecho de haber nacido. Para el griego el “mal” pertenece
al orden natural de las cosas, mientras que para el cristiano el mal sucede por
infracción, existe la carencia absoluta de Bien, el error absoluto y la certeza
absoluta de que lo que es debería ser de otra manera, jugándose en ello la
Eternidad. Las modernas ideas sobre el progreso son herederas de esta forma de
pensar. El Progreso, en este sentido, no es sino la secularización de la
querencia hacia una agustiniana Ciudad de Dios en la Tierra, un intento de
traer a este mundo la liberación en lugar de esperar a la muerte, aprovechando
la contingencia del discurrir de los acontecimientos, que al no ser
inalterables pueden ser tomados por el hombre. Ha de señalarse también que es
decisiva la influencia judía en el desarrollo de las modernas ideas de
emancipación, sirvan sólo como muestreo Marx, Engels, Bernstein, Bloch,
Goldman, Luxemburgo, Trotsky, Cohn-Bendit, Blum, Butler, Friedan, Hoffman,
Hess, Zinn, Bookchin, Alinsky, Chomsky, el kibutz…
El fascismo, frente a todo esto, es conservador en tanto que
descree de cualquier forma de Progreso. Pero su conservadurismo es más extremo
que el de las corrientes previas. No se quiere retornar a un punto anterior de
la Historia en el que se sintiera cómodo, como siempre pretendieron los
estamentos conservadores para recuperar sus privilegios o el “orden natural”
del mundo. El fascismo niega a veces la importancia, por ejemplo, de instituciones
comúnmente asociadas al Antiguo Régimen, como la Iglesia o la monarquía
absoluta. Su conservadurismo va más allá. No se pretende gobernar a favor de
los intereses propios o de una casta privilegiada, sino por y para la nación y
la raza. Estas fuentes de la soberanía política beben en parte del nacionalismo
y la soberanía popular, ideas extendidas por las revoluciones burguesas, aunque se contraponen a la eterna
marginalización de ciertos sectores de la población. Se persigue un cambio
radical, una revolución reaccionaria que nos lleve muy lejos de la decadente
situación actual, pero no se busca encontrarlo en un futuro hipotético sino muy
atrás.
Los fascistas no aspiran a retornar a ningún momento
anterior, sino a un tiempo mítico, anterior a la historia, que si bien muchas
veces se ha asignado a un tiempo histórico (como sucedía con el Imperio Romano
para los italianos) está mitificado, idealizado, ensalzado en una
representación delirante hasta perder todo atisbo de irrealidad. Cualquier
cambio desde esa Edad de Oro inaccesible se considera una degeneración. Esta es
la antítesis de la idea judaica de historia como un progreso, de que el tiempo
que pasa nos lleva en dirección a un final emancipatorio. Para el fascista el
Absoluto no se encuentra sino en un pasado fuera de la historia que, si bien es
por definición inalcanzable, se presenta como una exigencia. Su moderna
inquisición está acompañada de un recio anti-intelectualismo, el culto a la
acción espontánea, a la pérdida de la individualidad y la violencia fanática en
pos de la causa, pues el intelecto puede descubrir su impostura y sólo sirve
para crear nuevas soluciones y nuevos problemas que compliquen aún más el
mundo. Su discurso no tiene sustancia, coherencia real, está, a juicio de Pere
Bonnin, “lleno de palabras bombásticas huecas, una monumentalidad idiomática,
un lenguaje de chirimía, bombo y platillo, donde las voces pierden su
significado y su función comunicativa para convertirse en elementos
retóricos-persuasivos de la grandeza del régimen”[1].
Cuando esta mirada sedienta de pre-historia se
fija en la historia, cristiana en esencia, de Occidente descubre que el
irrealizable principio de amar a todos los hombres como a uno mismo -que
enunciara el más famoso judío- lo único
que ha traído es debilidad y degeneración, moral de rebaño, explotación.
Descubre que la utopía es por definición irrealizable, y que volcarse a lo
abstruso de un Dios (o una Idea) represor e inconcebible, es deshumanizarse uno
mismo. Los judíos-comunistas-capitalistas-masones, dicen, nos mantienen idiotizados
y culpables, creyendo en paraísos que nunca llegan, mientras en la práctica son
los que desarrollan la execrable ciencia y controlan el poder económico del
mundo desde las sombras. He ahí la aparente paradoja de que tanto el patrono
como el revolucionario se usen como estereotipos judíos, pues tanto el banquero como
el bolchevique son fruto de revoluciones en la búsqueda del progreso. Los
fascistas abanderan entonces una “tercera posición” social, opuesta a la izquierda y la
derecha tradicionales, y al liberalismo carente de alma.
(continuará)
[1] Pere
Bonnin, Así hablan los nazis, 1973, Ed. Dopesa
El judío es banquero y
bolchevique, avaro y dispendioso, limitado a su gueto y metido en todas partes.
[...] La judeofobia es de tal naturaleza que se alimenta de cualquier manera.
El judío está en una situación tal que cualquier cosa que haga o diga servirá
para avivar el resentimiento infundado.»
No hace falta recordar la ignominiosa trayectoria del
pogromo a lo largo de la historia, ni es ese nuestro objetivo. Tampoco lo es
abordar las manifestaciones del anti-sionismo en la actualidad, tema con muchas vueltas de tuerca desde la creación de Israel. Tratará, más bien, de esbozar un par de ideas
generales y simplificadas hasta el absurdo, que es lo que este triste formato
web agradece, sobre el origen mítico del odio hacia los judíos en el ideario de lo que
viene en llamarse, con poco acierto, extrema derecha. A pesar de que el
antisemitismo existe desde siempre, una misma idea puede tener distintas
razones según quién la defienda y cuándo, y nos centraremos sólo en uno de los
posibles inicios. Se me puede acusar de tomar la parte por el todo, pues dará
la impresión de que sólo me refiero al movimiento nazi y su correspondiente espiral de catástrofe, pero he de recordar que el racismo y en concreto el
anti-semitismo formaron parte en mayor o menor medida del discurso de la
intelectualidad de derechas desde antes de la inspiración nazi, como sucedió en
el que probablemente fuera el precedente más claro del fascismo, la Action française de Charles Maurras
(monárquicos de la Francia de finales del siglo XIX que siguen pegando
estampitas en las paredes de hoy, como un servidor atestigua con frecuencia).
Sin haber comenzado la anexión de territorios por parte de Alemania, ya
constaba en el ideario de movimientos “conservadores” tan dispares como la
Guardia de Hierro, la policía zarista, la Liga Antisemita francesa, el reinado
de Miklós Horthy o los Rexistas, por citar algunos. Una vez la contienda
empezó, fascinados por el invasor teutón que los avasallaba, se multiplicaron los antisemitas, o
salieron del armario preciando su condición. Los Estados títeres de los
territorios del Eje no podían hacer ascos a un odio tan provechoso tanto para
la política interior, uniendo al pueblo ante el enemigo único, como para la
exterior, adheriéndose sin reparos al modelo alemán.
He de señalar, para empezar, que el fascismo originario, el
de los camisas negras, no era aparentemente racista. Su nacionalismo era
extremo, frente al universalismo del que acusaban al comunismo y al liberalismo, pero su concepto de
“nación” se extendía a todos los italianos, sin distinción racial. No obstante,
la legitimación de este nacionalismo estaba en el esplendor cultural de la Roma
Imperial, y creían que el producto cultural de toda otra etnia era inferior,
que había que aceptar por fuerza la grandeza pretérita y futura (más la
decadencia presente) de Roma y renegar de los modos y tradiciones ajenos. Los
camisas negras literalmente te asesinaban, como hicieron con el director de
orquesta Lojze Bratuž, por resistirte a italianizar tu nombre. El nacionalismo
radical no se puede tener en pie sin esa diferencia elitista, y de ella al
racismo hay un paso muy pequeño, generalmente el paso de la apariencia al
desvelamiento. De hecho, no hace mucho se ha descubierto en diarios de la
amante de Mussolini que este manifestaba un fuerte odio a los judíos y el deseo
de “destruirlos a todos”.
La legitimación del racismo provenía de un caldo ideológico
en el que las teorías sobre las diferencias raciales eran moneda común. Desde
el tratado del Conde de Gobineau, “Ensayo
sobre la desigualdad de las razas humanas”, en el que se explica toda
grandeza histórica al influjo mayor o menor de la raza aria (concepto luego
desarrollado extensamente por Houston S. Chamberlain, padre del pangermanismo),
se armó una intelectualidad que pretendía basar científicamente el racismo. Los
científicos y antropólogos comenzaron a hacer estudios comparativos para
comprobar sus prejuicios raciales, siendo uno de sus productos más populares y
duraderos la frenología , una pseudociencia aún estudiada hoy por algunos grupillos de iluminados, que se dedica a comparar la forma de los cráneos para
determinar las cualidades espirituales y la personalidad, y que en su momento
encontraba afinidades en, por ejemplo, los del negro y el simio. Ninguna
ciencia se resistió a colaborar en esta empresa, y hasta la psicología empleaba
su tiempo en someter a los mismos test a europeos cultos y a “salvajes”,
confeccionados por y de acuerdo a las características de, cómo no, los europeos
cultos. Voces disidentes, como la del antropólogo haitiano Anténor Firmin en su
tratado “Sobre la igualdad de las razas
humanas” (escrito en respuesta al de Gobineau) fueron ignoradas por muchos
sectores hasta después de la Segunda Guerra Mundial.
Se trataba una era en la que el racismo y la ingeniería
social no era menor señal de alta cultura y refinamiento que otras tendencias.
Que, como sabemos hoy, la diferencia entre razas no pueda probarse a nivel
científico, que no exista la “pureza racial”, sino una serie de rasgos
genéticos que no permiten igualar en realidad ni a dos individuos, y que esa
clase de creencias tiendan a ser vistas como un símbolo de ignorancia, de la
que muchos empero aún se precian, no era pieza infaltable en el dietario del sentido común de aquel
entonces, y ambas partes solían reivindicar un humanismo bienintencionado. La diferencia entre los que efectivamente eran valores humanistas y
los que no lo eran se hizo patente definitivamente tras la revelación de la
ingeniería social de los nazis, que culminó en el Lager y las cámaras de gas. Muestra de ello es que el antisemitismo
haya abandonado de un plumazo el discurso político mayoritario (por supuesto, no así todo
racismo: el apartheid y sus defensores vivieron, por lo menos, hasta 1994, por
no hablar del trato reciente a las minorías en Italia y Francia).
Otro fenómeno indicativo de este súbito “cambio” es el
rápido descenso de la popularidad de los programas eugenésicos, que ya habían
sido llevados a cabo en muchos países, entre ellos tierras de libertad publicitada como Estados Unidos, y conllevaban, entre otras cosas, la esterilización
forzosa de los considerados ineptos para la reproducción (calificación obtenida
por criterios tan neutrales como el de una “conducta sexual errática”). Si algo
esclarecedor se pudo extraer del genocidio nazi fue el descubrimiento de que,
pese a que muchos discursos se legitiman aduciendo un humanismo en tanto que
redundantes en beneficio del género humano en su conjunto, muchas veces
conllevan para lograr sus objetivos pasar por crímenes que la inmensa mayoría
consideraría de lesa humanidad. Que hasta los defensores acérrimos del criminal no se atreven sino a negar. Hay que elevar el listón.
Sin embargo, pese a que muchas de estas ideas fueron
abandonadas por su afinidad sustancial con las del nazismo, éste en sí no fue
muy dado desde el principio a estas confusiones, pues en su ideario estaba
plasmado el ferviente anti-humanismo, así como su ateísmo y su negativa a
alcanzar un mundo en que todos los hombres pudieran vivir como iguales. Se
podría discutir que los alemanes no concibieran qué forma tomaría este
planteamiento de ser llevado a sus consecuencias últimas, pero no que el
Holocausto podía darse: ya en 1919 aparecía la “extirpación completa de los
judíos” bajo la pluma de Hitler . Si la Shoah nunca existió y esos millones de judíos desaparecidos viven ahora escondidos en su reino subterráneo, como parecen aducir algunos investigadores poco versados en metodología, pudo haber existido
perfectamente bajo esa Alemania más que bajo ningún otro régimen de los que ha
habido, y esta es más que suficiente condena.
Nada de ello quiere decir que a los nazis sólo los empujara a obrar el odio, que fueran sólo bestias insensibles; este se compensaba con el amor y un cuidado sin par al grupo de iguales, pero este grupo se reducía a una definición tribal. Y, si bien es cierto que sus medidas fueron acompañadas de una popularización de la ciencia racista, nada de esto indica por qué escogieron como objetivo principal al judío de entre todas las razas del mundo. Acaso el modo de vida tan distinto de las razas lejanas y “primitivas” de África o Asia pudiera conducir a conclusiones etnocéntricas sobre su grandeza o pequeñez, pero el judío, en concreto, era difícil, generalmente imposible, de distinguir del alemán si se lo proponía (sobre todo si no había pasado el Berit). Hoy día las justificaciones que daban ellos mismos nos resultan de una conspiranoia delirante. Individuos con las ideas tan tristemente claras como Heinrich Himmler afirmaban que el judío era indiscernible de las otras razas en lo mental o lo físico, y que su diferencia era “espiritual”. ¿Cómo se tiene esto en pie?
(continuará)
[1][1]Ernesto
Sabato, «Judíos y antisemitas», revista Comentario nº 39, IJACI, Buenos
Aires, página 8.
Hoy mi preocupante perfil de facebook y mi alma encuentran su primera similitud, aunque bastante tangencial.
Están llenos de agujeros.
Todos los enlaces del Cadalso se han caído porque el Cadalso se ha caído y ya, tras el tropezón patético de la web, no se volverá a levantar porque le dará cosa. Más bien, como todos esos nobles gordos de Hinternet que buscaron contraejemplos a la ley de la atracción de los cuerpos, comenzará una nueva vida en una nueva ciudad.
Yo ya le ponía los cuernos con Alicia desde hace mucho. Cuernos eléctricos.
Por la presente se hace público. Agradecido a mis nuevos hospedadores y amos, decidí ofrendarles un ramo de rosas diario durante este abril.
En forma de entradas y primaveras.
Y no de las cortas.
Luego ya veremos. Siempre hay algo en el tintero y aunque merezcas algo mejor no digas que no a un "te quiero" aun si le hiede la voz.
Érase una vez un ermitaño que vivía en un acantilado. Lo cierto es que no vivía en toda la superficie del acantilado, pues no era un gigante, sino en una cueva que las fuerzas de la naturaleza habían excavado en su superficie, lo suficientemente alta como para que no le salpicara el mar embravecido y lo suficientemente baja como para poder sentir en su rostro la brisa marina de las mañanas. No tenía ningún contacto con otras personas, ni hablaba más que a las piedras, al mar y a las gaviotas, y aún eso lo hacía en susurros. En resumen, era un buen ermitaño. Todos los días salía a la puerta de su cueva, que daba al mar azul, cogía una caña con un larguísimo hilo que le había llevado en sus días una semana entera hilar, y pescaba o, como prefería él pensar, esperaba que el mar le recompensara con sus frutos, y luego se comía lo que pescaba. Por las tardes se sentaba a contemplar el mar y miraba pensativo a las gaviotas, y esto era lo que hacía en su día a día de ermitaño.
Un día estaba pescando, pero hacía un viento fuerte y el extenso hilo revoleaba por todos lados, y el anzuelo acababa enganchado en todas las cosas menos en el violento mar: en las rocas, dentro de la cueva, incluso en alguna gaviota ocasional. Ya se temía que ese día poco tendría para almorzar cuando vio una sombra caminando hacia él por el pequeño caminito que llevaba a su gruta. Cuando estuvo lo suficientemente cerca se quitó la capucha y reveló una mirada de ojos fijos, que inquietó a nuestro ermitaño. Lo que más le inquietaba es que alguien hubiera llegado hasta allí. Hacía años que no veía a otras personas, aunque ese hombre de mirada fija bien podía ser algo distinto a una persona.
-Buenos días, compañero- dijo con palabras arrastradas el hombre de la mirada fija.
-Bu… buenos días- respondió nuestro ermitaño.
-Me ha sorprendido la tormenta, y parece que esto va a peor por momentos. ¿Puedo cobijarme en su cueva hasta que pase? Le pagaré si es necesario- dijo el hombre.
-No… no, no hace falta. Claro que puede cobijarse. Está usted en su casa- repuso el ermitaño, haciendo gala de una de las pocas virtudes que recordaba de los humanos gregarios, aquella hospitalidad ante el pequeño grupo de personas que no consideraban inferiores o peligrosas.
Los dos entraron dentro, y se sentaron en el suelo de la cueva. La tormenta se intensificó afuera. El ermitaño miraba a las gaviotas zarandeadas por el viento y la lluvia, que no había tardado en aparecer. Y ahí se quedaron, en silencio y sin mucho que comer salvo un par de raspas de pescado desperdigadas por el suelo. Tras un rato, el extranjero de mirada fija habló.
-Soy adivino entre la gente de mi pueblo. Como no soy capaz de parpadear, pues no tengo párpados, he desarrollado mi vista hasta niveles con los que los demás no pueden ni soñar –entonces el ermitaño se dio cuenta de que no lo había visto cerrar los ojos aún, o eso creía, y que parecían recubiertos de una superficie acuosa, como una capa de protección. El extraño prosiguió.- He logrado ver las cosas más cercanas y las más lejanas. Si concentro mi vista, puedo vislumbrar lo que sucede al otro lado del mundo, en los confines del planeta donde el océano se derrama al abismo. Pero también puedo ver lo que está tan cerca que no solemos ser capaces de percatarnos de ello, los fantasmas que nos circundan y atosigan en silencio, o los átomos de las cosas, que son las pequeñas bolas de luz de las que todo está compuesto. Pero eso no fue suficiente, y pronto me aburrí de ver lo que sucedía aquí y ahora. Entonces decidí orientar mi vista al pasado y al futuro. Eso me costó un poco más, pero con un poco de práctica fui capaz de conseguirlo, sólo requería un poco más de agudeza visual y de concentración. Predigo lo que va a suceder a mi gente, a cambio de que me proporcionen un lugar donde dormir y no me dejen morir de hambre. Suele ser divertido no dar toda la verdad, o llevarlos a paradojas de las que aprendan cosas. Pero a los reyes no puedo permitirme el lujo de engañarlos, y tengo que emplear la adivinación más literal si quiero conservar mi cabeza – el extranjero sonrió- Y es más difícil, créeme. Abro una brecha entre lo que es y lo que será, y cada palabra con la que describo lo que veo me cuesta la vida y me expolia el alma. Es un abismo. Pero como me has cobijado y has sido hospitalario conmigo, estoy dispuesto a hacerte una sesión de adivinación.
El ermitaño había escuchado todo esto en silencio. Ni aun cuando vivía entre otras personas había confiado en los adivinos. Soltaban tal cantidad de vagas predicciones y mensajes confusos y crípticos que no era difícil que de cuando en cuando acertaran, pero eso no implicaba nada. Era cuestión de puro azar, un azar del que se beneficiaba su farsa. O, en el peor de los casos, alimentaba su demencia. Se preguntó de qué tipo era este. Prefirió no cuestionárselo mucho, por su propio bien. Al menos parecía sinceramente agradecido por su hospitalidad. Podía seguirle la corriente.
-Va.. vale. ¿Tengo que elegir qué quiero que me predigas?
- No, no – respondió el adivino, sus ojos como de pescado clavados en los del ermitaño- No funciona así, al menos no la adivinación verdadera. Yo simplemente miro, te miro, y te digo lo que hay. No sirve de nada que elijas qué te voy a decir, yo soy el único que puede.
-De acuerdo – respondió el ermitaño- Estoy listo entonces.
El extranjero se llevó el índice a los labios, y giró su cabeza hacia la del ermitaño, poniendo sus raros ojos a la misma altura de los de él. A éste su mirada quieta y penetrante le resultó incómoda, pero al mismo tiempo sentía que no podía ni debía sustraerse a ella, porque algo, no sabía qué, ya había empezado. Los ojos del extranjero parecieron abarcarlo todo, campos, océanos, galaxias…
El extranjero retiró la mirada, y esto casi se oyó, como si arrastrara un gran objeto.
-Ya lo he visto. Y he visto que no estás ni has estado ni estarás solo aquí. Arriba, en la pradera verde que hay sobre este acantilado, viven mujeres. Mujeres de corazón verde. El color de su corazón es lo único que las diferencia de una mujer normal. Son seres de los que las fábulas de mi pueblo hablan largo y tendido, pero jamás hubiera adivinado que vivían en este acantilado, tan relativamente cerca de nosotros. Es decir, no lo hubiera adivinado si no lo hubiera adivinado – el extranjero sonrió.
-Y .. ¿qué dicen las fábulas de esas mujeres? – preguntó el ermitaño, cada vez más interesado y, en contra de su voluntad, confiado acerca de las facultades adivinatorias del extranjero.
-Dicen muchas cosas, son uno de los personajes más comunes de las historias que se cuentan a los niños a la hora de dormir. Se sabe que nadie, por más que lo intente, encontrará jamás su nido si ellas no se lo permiten, y para que se lo permitan tiene que haber enamorado a alguna. Tienen fama de traer la felicidad eterna a los que son dignos de su amor, y llevárselos a su nido, de donde no podrán salir jamás, pero vivirán en la mayor de las glorias hasta que la muerte les sorprenda. Y he visto que tú, más tarde o más temprano, tendrás la posibilidad de conocer a una de ellas. Aprovéchala, pues no se volverá a repetir.
Justo cuando dijo estas palabras, la tormenta amainó y la luz empezó a filtrarse por la gruesa capa de nubes.
-Bueno, es hora de continuar mi camino. Muchas gracias por el cobijo- dijo el extranjero, y salió de la cueva.
El ermitaño seguía sentado, cavilando. Así que el amor eterno y la felicidad absoluta.. No estaba mal. Se alegraba ahora más que nunca de haber huido de la sociedad de los hombres. Siempre había sabido que el amor lo encontraría en otro sitio. Pero eso de que la madriguera de las mujeres de corazón verde fuera inexpugnable no le ponía las cosas fáciles. Lo único que podía hacer era esperar.
Y esperó y esperó, y pasaron las semanas mientras le daba vueltas a la idea de su futuro encuentro. Hasta que cierto día, mientras trataba de pescar otro día tormentoso y de llovizna con su caña de largo hilo y ésta se hincaba de nuevo en todo menos en las aguas revueltas, apareció una figura en el caminito que llevaba a su cueva. Y esta vez era una mujer. El corazón de nuestro ermitaño dio un vuelco.
-Hola, me ha sorprendido la tormenta ¿puedo pasar dentro hasta que se vaya?- dijo la mujer, con una voz como de azúcar.
-Cla.. claro-respondió nuestro ermitaño, y la llevó dentro.
Y los dos se sentaron en el suelo de la cueva, justo donde se habían sentado el ermitaño y el extranjero hacía unos meses. La chica no hablaba. El ermitaño no se veía capaz de trabar conversación. En vez de eso fue, nervioso, hacia la parte oscura de la cueva, el fondo, donde tenía la cocina, es decir, un par de utensilios para cortar y quitar escamas y una hoguera.
-¿Quieres un poco de pescado?- preguntó
Esperó un rato la respuesta, pero la chica no respondió. Al ermitaño esto le pareció sospechoso. Todo parecía sospechoso. Hacía muchos años que no veía una mujer fuera de su mente y cada vez tenía más dudas acerca de que su corazón fuese de un color normal. Pero ¿qué podía hacer? Sólo esperar en la penumbra, mirándola. Ella siguió sin hablar el resto del tiempo.
Y pasaron las horas, y la tormenta no amainó, sino que, muy al contrario, siguió soplando, y precipitando, y haciendo chocar a las gaviotas despistadas. El ermitaño cada vez estaba más nervioso. La mujer de sus sueños podía estar allí delante, y él sin saberlo.. Quizás se iba y lo dejaba ahí en la cueva, solo de nuevo. Había comprendido que no podría volver a la cueva. Tantos años de aislamiento no le habían servido de nada, al fin y al cabo. O bien se iba con ella a su reino maravilloso, o bien se lanzaba al mar. No había otras opciones. Comenzó a acercarse a ella en la oscuridad, pero se contuvo. ¿Cómo descubrir que era una de las mujeres de corazón verde, de las que vivían en madrigueras y nidos allá arriba sin que él lo hubiera sabido, desde hacía cientos de años? El extranjero no había dicho nada al respecto, pero daba la impresión de que eran inmortales, como tantos seres de leyenda. Probablemente habría un pequeño número de ellas en el nido, pero serían las mismas desde que el tiempo era tiempo. Quizás eran hijas de algún dios.. o madres de él. Tenía tantas dudas, y todas ellas se las quería preguntar a esa mujer sentada a la oscuridad, levemente iluminada por la luz que entraba por la puerta de la cueva. Pero no encontraba las palabras, no se atrevía. Era la primera mujer que veía en tantos años... Pero no eran las sensuales formas bajo su ropa lo que quería ver en ese momento, sino lo que tenía bajo el pecho. Tomó una resolución. Si eran inmortales o no, al menos, lo iba a descubrir pronto. Cogió un cuchillo de cortar pescado y se aproximó a la chica. Ésta no lo vio hasta que estuvo demasiado cerca, y casi no le dio tiempo a gritar cuando notó en su pecho un filo hincándose y practicándole un orificio justo encima del corazón.
Ahora pensaréis que sí que tenía el corazón verde, como en otra fábula, pero que murió y, por tanto, el ermitaño había asesinado a la mujer que le iba a traer la felicidad eterna y definitiva. Y fin de la historia. Pero no fue así...
Sí que murió, pero no tenía el corazón verde. Era tan rojizo como cualquier otro corazón, revelando que aquella chica era, al fin y al cabo, una humana normal. Nuestro ermitaño se sintió terriblemente culpable cuando la vio desplomarse delante de él. Acababa de asesinar a una chica inocente, con toda una vida por delante. Sentía el mal latiendo en sus manos, pero no era la primera vez que hacía algo así. Por algo había huido de los hombres, aunque quisiera ocultárselo y no pensar en ello nunca más.
Así que, como había aprendido hacía muchos años, recogió el cadáver y sus ropajes, y los cargó al hombro. Fue a echarla por el borde del acantilado. Nadie sabría que estuvo esa noche ahí, probablemente había desviado bastante su camino para ocultarse en las grutas de aquel acantilado, que era uno de los pocos sitios que permitían cobijo de los que estaban a la vista. Y el cuerpo sería pasto de peces. Por lo que, pensó sombríamente nuestro ermitaño, también sería pasto suyo indirectamente. Se apresuró a tirar el cuerpo por el borde riscoso. Cayó al agua de pie. Luego volvió a su cueva, y trató de limpiar la sangre.
Mientras limpiaba vio que la túnica de viajero se le había caído al cuerpo cuando lo llevaba afuera. La recogió para tirarla, y al hacerlo se le cayó un papelito al suelo. Tenía un dibujo de un corazón rojo, y estaba muy doblado. Al desdoblarlo descubrió que era una carta de amor destinada a él, y que la chica había viajado cientos de millas andando sólo por encontrarlo, desde una ciudad lejana. Le proponía construir con él una casita y vivir en ella el resto de sus vidas, hasta que fueran viejos y les sorprendiera la muerte. Olía a perfume y estaba mojada por sus lágrimas de emoción.
Los Pirahã(pronunciado [pira'hã] ) son un pueblo
amazónico que habita las orillas del río Maici y comprende aproximadamente unos
420 individuos[1].
Viven dispersos a lo largo de unos cuatrocientos kilómetros en pequeñas aldeas,
pero los grupos se mantienen en relativo contacto. Su lengua es quizás un
dialecto de la familia de las lenguas mura (actualmente los otros exponentes se
han extinguido, así que no tiene parientes lingüísticos vivos), y se ha
mantenido casi inalterada, en parte debido a una fuerte mentalidad de rechazo a
las culturas extrañas. Rara vez hablan el portugués o la língua geral, lengua franca amazónica, pese a que muchos de los
varones los entienden, lo que los convierte en una de las pocas tribus
monolingües que quedan mundo[2].
El valor lingüístico de esta tribu es extraordinario, ya
que poseen uno de los idiomas más peculiares que pueden siquiera concebir los
expertos. Pero su interés no se agota ahí, sino que -quizás debido a la
influencia de la lengua- son artífices de una visión del mundo y un modo de
vida cuanto menos curioso. Hay que admitir, no obstante, lo inapropiado de
la expresión “curioso” cuando hablamos
de etnología, y asegurar por cierto que cualquier grupo humano sobre el globo
terrestre es un magnífico espejo en el que uno puede mirarse para descubrir los
intríngulis de la condición humana y aproximarse a la comprensión de nuestros
principio y límite (también, e incluso especialmente, el Occidente
posindustrial en el que vivimos, si logramos abstraernos lo suficiente).
Empecemos hablando de la cuestión del número, que quizás
pueda parecer la más chocante. Los Pirahã, al parecer, no tienen números. En su
idioma existen sólo 3 palabras para definir cantidades. A primera vista no hay
mucho de qué sorprenderse, ya que las lenguas aborígenes de Australia tampoco
poseen numerales más allá de 1, 2, 3 y “muchos” (resolviendo cualquier cantidad
superior por la suma de los anteriores[3]).
Sin embargo, la particularidad del Pirahã no es que posea 3 números, sino que
no posee ninguno en absoluto. Sus palabras sirven para expresar “cantidad”. Se
usa una palabra para expresar “mucho” o “muchos” (hoí) y otra para indicar “poco” o “pocos” (hói). Se dice de la misma manera “muchos peces” que “un pez grande”.
En ambos casos el resultado se podría traducir aproximadamente por “mucho pez”.
Son cantidades relativas al contexto: diversos experimentos han comprobado que
no se trata de que a partir de un cierto número fijo de cosas se aplique una
palabra u otra, sino que en distintos experimentos llamaron “poco” a un
pan y “mucho” a dos, para luego llamar
“poco” a entre uno y cinco panes y “mucho” a entre seis y diez (no obstante, no
había del todo consenso y todos los participantes coincidían sólo cuando se iban
aproximando los extremos)[4]
La tercera palabra parecía al principio indicar “mayor
cantidad”, pero luego reveló ser algo semejante a “apilamiento” (que se refiere
más a cómo están relacionados los objetos que a su cantidad).[5]
¿Quiere esto decir que no pueden contar objetos? En
efecto. No sólo no pueden, sino que el mismo concepto de “contar” y todo lo que
implica la matemática les son ajenos. La ausencia de números, según el
lingüista Greville Corbett, es única entre las lenguas vivas actualmente en todo
el mundo[6].
Esto ha despertado un enorme escepticismo en algunos que creen que el cálculo
es algo innato al ser humano, y han pensado que debe tratarse de alguna
característica genética, como si se tratara de una tribu de retrasados. No
obstante, se ha comprobado que un bebé Pirahã educado en un contexto urbano se
vuelve un tipo perfectamente ordinario, incluso se ha visto a alguno llevando
las cuentas de una tienda[7].
Los que permanecieron en la tribu,
temerosos de que los estuvieran engañando en el comercio, trataron de
aprender algunas nociones básicas de matemáticas. Tras ocho meses de estudio
entusiasta, fueron incapaces de aprender a contar hasta diez o sumar uno más
uno[8].
Esto podría corroborar una teoría lingüística sobre la
cuestión del determinismo lingüístico, llamada “la hipótesis de Whorfiana”, que
establece que la lengua que habla una persona determina (hipótesis fuerte) o
bien tiene cierta influencia (hipótesis débil) sobre la forma en que esa
persona concibe y entiende el mundo[9].
También podría confirmar la teoría anterior, postulada por Edward Sapir [10],
de que no existe un mundo objetivo más que aquel que nuestra lengua nos permite
comprender, aplicando las etiquetas que esta contiene y manteniéndonos ciegos,
por tanto, a las categorías externas a ella.
A nosotros, en nuestra voracidad de todo medirlo y a todo
fijarle precio, con nuestro idioma rebosante de cardinales y ordinales, quizás
nos parezca inconcebible que un grupo de seres humanos no haya alcanzado algo
tan natural como los números, pero ¿qué tienen de natural en el fondo? Convendremos
en el fondo en que son entidades muy
abstractas. Puede que una persona no tenga necesariamente que conocerlas a
menos que se las enseñen, y que no tengan por qué ser descubiertas o
transmitidas de generación en generación a menos que sean muy prácticas. Y lo
son, en efecto, pero en el mundo sencillo y selvático de los Pirahã pudo darse
la posibilidad de que nunca hubiera necesidad de perfilar las cantidades más
allá de “poco” o “mucho”, y por eso no hubo necesidad de complicar las cosas.
Esto, sin embargo, no es lo que más quebraderos de cabeza
trae a los lingüistas, pues ellos han supuesto ya que pueden existir idiomas
sin número ni cuantificación. Una de las teorías casi intocables entre la
comunidad académica fue formulada por los eminentes Noam Chomsky, Marc Hauser y
W. Fitch en 2002 [11],
en la que se establecía entre otras cosas que lo único, en definitiva, que
distinguía al lenguaje humano de otros (como los lenguajes animales) es su
capacidad de poseer recursividad. Recursividad significa, simplemente,
capacidad de introducir gramaticalmente una estructura dentro de otra hasta el
infinito. Un ejemplo muy claro es la subordinación: “Pedro cree que María opina
que Pedro piensa que Juan exige que….” Teóricamente, esta estructura podría no
terminar nunca.
Bien, pues los Pirahã parecen carecer de recursividad[12].
Ellos dicen “el niño es simpático”, “el niño está sobre la rama” para lo que
nosotros construiríamos como “el niño que está sobre la rama es simpático”.
Pese a que las conclusiones parecen terminantes (fueron descritas por el
lingüista Steven Pinker como “una bomba lanzada en una fiesta”, siendo los
festejantes toda la comunidad de especialistas), hay una enorme controversia al
respecto de este descubrimiento demoledor, especialmente entre Daniel Everett y
Noam Chomsky [13]
Es hora de hablar un poco del tal Everett. Se trataba de
un profesor de fonología y fonética de la Universidad de Manchester, que hoy
día es decano de Artes y Ciencias en la de Bentley. Estudió profundamente la
tribu, en un principio como misionero, pretendiendo aprender su lenguaje para traducir la
Biblia a este ( (había sido imposible de aprender durante veinte años
por otros misioneros que habían estado en contacto con ellos[14]).
Estuvo viviendo con la tribu más de veinte años, y no ha perdido el contacto[15][16]
El acercamiento a su filosofía de vida lo cambió profundamente, hasta el punto
de que abandonó la creencia en Dios.
¿Qué de su estancia con los Pirahãle hizo perder su fe de
misionero? Uno de los factores más importantes fue su particular concepto de
verdad.
Su idioma posee un concepto llamado xibipíío. Quiere decir “salir o entrar de los límites de la
experiencia”, aunque, como se imaginará el lector, no fue sencillo llegar a
esta conclusión a base de conversar con ellos. Es usado tanto para referirse a
un avión que aparece por el cielo, como para alguien que va o vuelve de la
jungla, o la llama oscilante de una cerilla (se dice algo así como que está “xibipííando”). Otorgan una enorme
importancia a la fuente de la experiencia, y 3 de sus 16 formas verbales
temporales (se trata, no lo hemos dicho, de un idioma aglutinante, y su sistema
verbal es enormemente complicado) se refieren a la procedencia de la
experiencia que se comunica: vista personalmente, oída de otro, o deducida
racionalmente de la evidencia. No admiten una fuente de conocimiento que no
provenga de estas tres, y forzosamente tienen que ser explicitadas (en
comparación con lo cual el resto de las lenguas son muy ambiguas). [17]
Cuando Everett empezó a hablarles de Jesús, le preguntaron
si lo había visto. Él respondió que no. Le preguntaron entonces si su padre lo
había visto. Él respondió no. Finalmente, le preguntaron si alguno de sus
amigos lo conocía, a lo que respondió que nadie que él conociera lo había
conocido, y le contestaron “¿entonces para qué nos hablas de él?”, y perdieron
cualquier interés por la evangelización[18].
No obstante, según su mujer, Keren, que rompió todo contacto con Daniel -junto
con dos de sus tres hijos- tras conocer su falta de fe, el grupo no ha sido evangelizado porque el
evangelio no se les ha explicado con suficiente claridad. Daniel cree que
entienden su intención y su mensaje pero se consideran por encima de él, y que
él no les pudo dar razones justificantes que satisficieran su noción de verdad [19],
propia de un empirismo radical o de un pragmatismo como el de William James.
Los Pirahã no hablan, salvo raras excepciones, de lo que dijo alguien que ha
muerto, pues su contenido de verdad es difuso[20].
Tampoco usan tiempos como el pluscuamperfecto, que nos sitúa en un tiempo que
está más allá del pasado, y por tanto desligado completamente del presente.
Sólo usan los tiempos verbales que se pueden vislumbrar desde el presente, es
decir, presente, pasado y futuro. Con esto se comprende mejor por qué los
números, completamente exentos del entramado de la experiencia, les son tan
lejanos.
Del mismo modo, no tienen dioses, aunque poseen un
animismo basado en la creencia en pequeñas entidades sobrenaturales que pueden
tomar la forma de cosas, personas o animales, pero no llegan a ser divinas (no
debemos olvidar que uno de los usos más efectivos del sufijo verbal “lo vi con
mis propios ojos” es el de mentir). Incluso han llegado a tener alucinaciones
colectivas de un ser (Xigagaí) que
vive en las nubes estando el antropólogo y su hija delante, sin que estos vieran
absolutamente nada[21].
También se ha registrado cómo uno de ellos se disfrazaba y se presentaba ante
los demás, creyendo todos aparentemente (también el actor) que era un espíritu.
Es un caso de asociación de significantes preconcebidos a la experiencia, en un
estado cercano al trance. [22]
Poco a poco, el misionero descubrió que la felicidad que
él buscaba en la religión los indígenas ya la poseían, sin necesidad de nada
más, y que radicaba en que no se preocupaban por el pasado o el futuro.[23]
De hecho, ni siquiera tienen sentido de la historia ni algo tan básico como el
pensamiento mítico[24].
No tienen, en otras palabras, pensamiento lineal , histórico o teleológico, ni
se preocupan acerca del futuro lejano o el pasado lejano. Carecen de mitos de
creación, y también de historia oral, hasta el punto de que no hay memoria
colectiva más allá de dos generaciones[25],
y ninguno es capaz de recordar el nombre de sus cuatros abuelos[26].
Aunque es difícil o imposible a veces introducir conceptos para los que no
tienen palabras , cuando se les preguntó cómo creían que había sido creado el
mundo respondieron: “todo es lo mismo”[27]. Como otros pueblos de la selva poseen un
fuerte estoicismo, fruto del pragmatismo evolutivo del que vive sometido a las
duras condiciones de la jungla. Sienten pena por la muerte de sus familiares y
perros, pero se recuperan con relativa facilidad. No es viable dejar de cazar y
atender la aldea a cada defunción, en un lugar en el que morir a edad avanzada
es poco más que una esperanza. Los enterramientos se hacen con poca pompa,
aunque algunas raras veces imitan las cruces que ven en los sepulcros de los
brasileños, decorada con una burda imitación de escritura en portugués[28].
En efecto, sus “imitaciones” también son peculiares, pues
carecen prácticamente de representación artística. Los pocos intentos que se
han registrado son juguetes imitando aviones, que fabrican cuando aterrizan
cerca, pero pronto se aburren de ellos y los tiran[29].
Parecen no poder dibujar más que líneas rectas, y eso con gran esfuerzo y
concentración [30]. Los
únicos adornos que llevan son collares, mayormente de protección ante los
espíritus y con escaso valor estético,[31]
y los únicos instrumentos no desechables que construyen son arcos y flechas (de
gran tamaño). Los demás útiles que realizan son de corta duración. Incluso las
barcas que fabrican duran poco [32],
las barcas resistentes las roban a otras tribus, y siguen haciéndolo pese a que
se les enseñó a fabricarlas, aduciendo que “los Pirahã no fabrican barcas”[33].
Del mismo modo, cuando se les intentó enseñar a leer y escribir aprendían con
relativa normalidad, pero se reían porque decían que las palabras sonaban
“como” en su lenguaje. Cuando Everett respondió que eran de su lenguaje ellos respondieron “oh, no, nosotros no
escribimos nuestro lenguaje”[34].
Poco a poco fueron dejando de asistir a las clases.
Esta forma peculiar de conservadurismo proviene de una
forma aún más peculiar de entender el tiempo. La de los Pirahã es sin duda una
de las más originales, y resulta tan radicalmente diferente a la nuestra que
cuesta representársela. También son lingüísticas sus bases, al parecer. Ellos
no tienen equivalentes para palabras tan
básicas para nosotros como ”ayer” u “hoy”. Distinguen sólo tres formas de
tiempo: hoy, otro día y “gran tiempo”. Hoy, evidentemente, se refiere a lo que
ha pasado este mismo día, pero “otro día” y “gran tiempo” abarcan una pequeña o
gran distancia temporal hacia el futuro o
hacia el pasado. Es decir, que su concepción del tiempo es concéntrica[35].
Esto, en el habla, se puede solucionar especificando detalles del día en
concreto, si es relevante, pero, por otro lado, se trata de un esquema tan
circular que propicia que los días y el transcurso del tiempo no tengan mucha
trascendencia más allá del momento reciente. O bien, nunca se sabe, fue su
forma de entender el tiempo fue la que se reflejó en su idioma. En todo caso,
en cierto sentido viven en un presente eterno. El poco interés por el devenir
está firmemente anclado entre los valores capitales de su cultura, y presenta
muchas manifestaciones. Por ejemplo, fabrican cestas en material frágil que
sólo les sirven para poco más que la urgencia presente, cuando saben que con
otros materiales y usando la misma técnica durarían mucho tiempo y no tendrían
que estar construyéndolas afanosamente una y otra vez. Ni siquiera tienen forma
de conservar la comida, cuando otras tribus sí se las han arreglado en el mismo
medio.[36]
Su visión del tiempo se ve confirmada por su vida diaria: en
general no se habla más que del futuro próximo (no del lejano) y no existen
ritos de paso, ni ningún ritual en general, más allá de la danza, en la que no
intervienen instrumentos musicales [37].
Hemos de tener en cuenta, en relación con esto, que un modesto enterramiento
puede ser una cuestión práctica de limpieza del espacio público más que una
ceremonia. Cada día se sienten contentos por haber saciado sus necesidades y no
aspiran a otra clase superior de
gratificación [38]. Nunca
se les oye decir que están inquietos, e incluso carecen de una palabra que
exprese la idea de “preocupación”[39]
Uno de sus principales valores es el de “no contarle al otro lo que ha de
hacer”, ni siquiera a los niños (a los que se les habla como si fueran adultos,
hasta el punto de que participan a veces en las abundantes escenas de sexo[40]
). Su sistema ha sido descrito a veces como comunismo primitivo, no muy
frecuente en la Amazonia[41],
porque no hay en apariencia órdenes ni jerarquía social (pese a que,
consecuentemente, el que no participe en la caza no comerá luego). Si alguien
destruye la vida de la comunidad el castigo será el ostracismo o la privación
temporal de alimentarse (el asesinato es raro y para casos violentos)[42].
Manifiestan una gran paciencia para mantener su situación de paz casi perpetua,
y muchos de los códigos de conducta son dictados por los espíritus, que se
comunican con un individuo o con varios. Entre el ostracismo y los casi siempre
acertados consejos de los espíritus se configura el sistema de coerción social,
muy relajado en comparación con otros.
La igualdad entre sexos es bastante pronunciada, y hombres
y mujeres cazan y cuidan la casa alternativamente (en el tema de la caza las
mujeres parecen ser más aventajadas, aunque ellas no utilizan ni arco ni flecha).
Trabajan unas cuatro horas al día, y pasan el resto del tiempo charlando,
perdiendo el tiempo o contando chistes sexuales sobre las esposas de los otros
(en los hombres)[43]. No
poseen, al parecer, una estructura social opresiva. Cuando un varón y una mujer
comienzan una familia simplemente se van a vivir juntos (he de notar aquí que
“amor” para ellos se dice como “querer mucho”, rasgo que comparte
arbitrariamente con el español, como la distinción entre “ser” y “estar”[44]).
Su sentido del humor es bastante infantil, dado al slapstick, y es lo que el señor Everett más dice echar de menos de
ellos[45].
En términos de valores éticos, parece serles ajeno el valor
de la castidad, hablan de sexo sin tapujos y lo intercambian sin problemas por
alimentos o herramientas[46].
No obstante, poseen un gran sentido del ascetismo. Duermen poco, breves siestas
a lo largo del día y, menos frecuentemente, de la noche, de las que ninguna
supera las dos horas por regla general,, [47]
y muchas veces pasan hambre teniendo alimentos a su disposición[48].
Esto responde a una idea de lo que ellos denominan “volverse duros”: no comer
ni dormir más de lo estrictamente necesario, ni querer más objetos de los que
ya tienen (los objetos nuevos suelen despertar un vivo interés, pero al poco
tiempo acaban tirados por ahí, por prácticos que fueran). También incluye, a
veces, que personas en apuros, hasta en peligro de muerte, no pidan ser
auxiliadas y que los otros, al saberlo, no actúen por respeto. Esto, junto a la
poca protección hacia los niños, considerados siempre adultos conscientes de lo
que hacen, ocasiona que la selección natural esté macabramente presente.
Desprecian a otras tribus y otros idiomas, aunque en un principio les
despierten curiosidad. A los extranjeros les confieren un nuevo nombre en su
lengua, y a veces confiesan no creer que hablen su idioma incluso tras años de
conversaciones con ellos [49].
Para ellos, sólo los Pirahã hablan Pirahã, y son Pirahã, entre otras cosas, por
seguir una dieta particular.
Su actitud hacia los extraños es de cierto interés,
mezclado con orgullo de colectivo. Se llaman a sí mismos los “erguidos” (Hi’aiti’ihi’[50], Pirahã es sólo para los antropólogos),
y a todos las demás personas o idiomas los califican de “torcidos” o “cabezas
torcidas” [51].
Muestran interés por otras lenguas, pero cuando se les trata de enseñar
palabras las califican de “feas”. Actúan, en general, con la actitud del que
cree tener la suerte de nacer en el mejor lugar del mundo (aunque en realidad
no poseen conceptos como el de “mundo” o el de “suerte”, y sólo lo expresan alabando
las virtudes del sitio tan bueno en el que viven[52],
hasta el punto de creer que los antropólogos están allí por ellas).
Volviendo a sus particularidades meramente lingüísticas,
la suya es la única lengua conocida que no tiene palabras para los colores
(sólo se pueden expresar con construcciones como, por ejemplo, “sangre” -rojo-,
“la sangre está sucia” –negro- o “no está maduro” -verde-)[53].
De todos modos, tampoco es imperativo nombrar esas divisiones artificiales y
subjetivas en el espectro lumínico. Artificiales porque no existen de suyo, y
subjetivas porque el dónde hacer los cortes lingüísticos entre los matices es
algo que cambia según el medio en el que el sujeto se ha criado (un ejemplo
clásico son los muchos nombres con los que los esquimales distinguen sin
dificultad los tipos de blanco nevado)[54].
Ahora bien, esta división abstracta del espectro lumínico tiene un análogo muy
significativo en la división abstracta del “espectro” de las cantidades, que en
su versión más afinada da lugar al número. La diferencia es que el color es
algo percibido sensorialmente, por lo que sí existe el concepto, aunque no la
palabra.
Otra división de la que carecen es la que sirve para la
orientación espacial. No poseen conceptos abstractos como nuestros “derecha o izquierda”
o “norte, sur”. No les son necesarios porque conocen muy bien el entorno en el
que viven, y se orientan señalando hitos en la geografía o la vegetación (como
ríos o árboles). Es lo que se denomina “un sistema de dirección absoluta”, y es
un sistema que no usa referentes internos, es decir, del cuerpo (mi derecha o
mi izquierda) para orientarse, sino factores puramente externos [55]
Pero no acaban ahí las aparentes “carencias” de su lengua,
que por supuesto no son tales. No tienen originariamente pasado o futuro como
tiempos verbales (sólo “pequeño” y “gran tiempo”), ni lubricantes sociales de
primer orden (como “hola”, “gracias” o “disculpe”).[56]
Tampoco términos de cuantificación (“todos”, “algunos”..), determinantes (por
ejemplo, para decir “se comió toda la carne” dicen algo así como “se comió gran
parte de la carne”[57]) ni pronombres personales genuinos (siendo los
que usan un préstamo del Nheengatu, una lengua franca del siglo XVII[58]).
Sólo poseen ocho consonantes (siete las mujeres[59])
y diez fonemas en total, convirtiéndola en la lengua más simple que se conoce
en el apartado fonético (tiene una consonante menos que las lenguas rotokas[60]).
Su sistema de filiación (reconocimiento familiar) es
también el más simple que se conoce:
sólo hay una palabra para los mayores (baíxi), otra para los hijos (xahaigí ), dos
para hijo o hija (hoagí/hoísai o kai) y piihí, que viene a significar hijastro, hijo de
padre o madre muertos o favorito, entre otros. Únicamente existen, pues,
a nivel generacional, dos palabras para nombrar al parentesco, la generación de
uno (en la que todos se llaman “hermano”) y la superior.[61][62]
El minimalismo de este conjunto de reglas permite matrimonios que en muchos
otros sitios se aproximarían a lo que es visto como incesto.[63]
Su lengua puede ser modulada de muchas maneras: hablada,
tarareada, murmurada, entonada o silbada. Las madres suelen enseñar la lengua a
sus bebés tarareándola, y la lengua silbada está reservada a los varones, como,
sin que se sepa por qué, sucede en casi todos los idiomas silbados conocidos [64].
Esta musicalidad de la lengua tiene un punto cumbre cuando uno de ellos ha
tenido una experiencia que quiere contar a la comunidad. Entonces comienza a
entonar, sílaba por sílaba, acentuando la musicalidad típica de su idioma, el
auditorio empieza a repetirlo con una sílaba de retraso, y juntos narran la
historia[65].
En comparación con tantas formas de usar el idioma, el
nuestro, con todos su colores y números, puede parecernos pobre. Es verdad
que también poseemos esas maneras de modular, pero para nosotros lo normal es
hablar, y las demás son excepciones para ocasiones más puntuales. Frente
a las acusaciones de simplicidad degenerativa que los Pirahã han recibido,
Everett declara que “nadie debería extraer la conclusión de que el lenguaje Pirahã
es primitivo. Tiene la morfología verbal más compleja de la que yo sea
consciente y un perturbadoramente complicado sistema prosódico. Los Pirahã son
la gente más brillante, agradable y divertida que conozco. La ausencia de
ficción formal, mitos, etcétera, no significa que no jueguen, mientan o no
puedan hacerlo. De hecho, disfrutan mucho haciéndolo, particularmente a mis
expensas, siempre con buena intención. Cuestionar las implicaciones de la lengua
Pirahã para el diseño del lenguaje humano no equivale a cuestionar su
inteligencia o la riqueza de su conocimiento y experiencia cultural”[66]
Añadamos a esto sólo que, debido al complejo sistema de sufijos verbales, cada
verbo puede tener 65.536 formas distintas (el número en la práctica es menor
debido a reglas de incompatibilidad de sufijos).[67]
Lo cierto es que el lingüista norteamericano y su familia
han los únicos que han tenido una larga experiencia de convivencia con la
pequeña tribu, y, pese a que se suele admitir la validez de la mayoría de sus
conclusiones, suele haber aún mucha controversia en lo que respecta a la
recursividad [68] (en
opinión de quien esto escribe, lo menos fascinante de todo). No se debe, de
todos modos, acusar al ex-misionero de ser el único que ha trabajado con ellos
(pese a que ningún otro occidental ha vivido entre ellos tanto tiempo, se han
hecho múltiples experimentos[69]
y el psicólogo cognitivo Peter Gordon, de la Universidad de Columbia, los
estudió durante años tras un férreo escepticismo inicial [70]).
Everett, por otro lado, anima a los investigadores a ir por su cuenta a
estudiarlos y sacar sus propias conclusiones, aunque, y pese a la resistencia
que los Pirahã han demostrado a cualquier intento de alterar su cultura, teme
la destrucción física de su entorno a corto plazo, así como el intento de
inocularles una mentalidad materialista por parte de otros occidentales [71].
Por último, lo que sí está claro es que parece ser gente muy risueña y
despreocupada, que vive una vida carente de aspiraciones pero alegre al fin y
al cabo. Hace un par de años, el jefe de un equipo de psicolingüistas del
Instituto Tecnológico de Massachusetts (que estuvo unos días cerciorándose de
la verdad de algunas de las afirmaciones que usted acaba de leer) no pudo
evitar asombrarse de cómo eran “la gente más feliz que he visto”[72].
Si bien ha habido casos en la historia de pueblos que han
engañado a los antropólogos (muy frecuentemente con la mediación de otros
occidentales [73]), a
quien esto escribe le parece bastante lógico que una cultura tan conservadora
sirva para justificar esa ausencia de habilidades en comparación con otros
grupos humanos que les confiere un idioma tan particular, y viceversa (que una
imagen del mundo tan poco flexible a adoptar rasgos de otras, influida por el
idioma, sólo pueda conducir a una cultura muy conservadora). Realmente, el
asunto de los Pirahã no debería de preocuparnos demasiado por las posibles
inexactitudes, posibles en todas las facetas de la ciencia, respecto a su forma
de ser-aunque por otro lado merecen mucho más estudio-, sino por algo muy
diferente, y es el recordatorio inevitable de que aproximadamente cada dos
semanas, sobre todo debido a la occidentalización desenfrenada que como
occidentales y beneficiarios que somos no podemos sino catalogar de progreso,
desaparece una lengua en el mundo[74].
La principal razón es la asimilación de sus hablantes a una lengua mayoritaria
que les permita encontrar trabajo y medrar con más facilidad. Con ellas se
extinguen tradiciones, técnicas, recetas, arte, conocimiento del entorno pero,
sobre todo, claves para la auto-comprensión que sirven para todo el género
humano.
Apéndice:
Si el lector tiene interés en
profundizar en el asunto, la bibliografía recomendable es inequívoca: Don’t Sleep, There are Snakes: Life and
Death in the Amazonian Jungle, de Daniel Everett, publicado por Pantheon
Books (América) y Profile Books (UK) en 2008 (el título proviene de la peculiar
manera que tienen de desearse las buenas noches). Transmite de forma muy amena,
además de la información esencial sobre este pueblo, la experiencia de la vida
en la selva y algunas ideas interesantes de la lingüística. No conozco
traducción al español. La versión que he encontrado, en francés, se llama Le monde ignoré des indiens pirahã, y
fue editada por Flammarion en 2010.
Por último, si hay interés en
conocer cómo suena su lengua, en el siguiente vídeo podemos contemplar a uno de
ellos hablando, con subtítulos en Pirahã. Ciertamente parece muy feliz.
[53]Daniel Everett, Le monde ignoré des indiens pirahãs ,
Ed. Flammarion, 2010, pg 161
[54] No
obstante, Paul Kay y Brent Berlin, profesores de la Universidad de California
en Berkeley, han desarrollado la teoría de que la clasificación de colores
opera de forma similar en todas las culturas debido a las semejanzas del
funcionamiento cerebral. Quizás en casos como el esquimal la diferencia se
sustente también en elementos externos al color.