A principios del siglo pasado definía Georg Simmel en su
“Filosofía del dinero” uno de los más profundos atractivos de la propiedad: la
proyección de uno mismo a través de ella. Cuando uno obtiene cosas en posesión
su yo se ve expandido, se propaga fuera de sí mismo. La tenencia constituye una
forma de trascender los límites corporales del yo y “corresponde a un
crecimiento de la personalidad más allá del límite del individuo, exactamente
igual que la procreación”[1].
Es decir, hablando en cristiano, apacigua la angustia que produce la certeza de
morir. Los objetos que uno posee son fagocitados, convertidos en facetas del yo por la
tendencia del este a proyectarse en el mundo externo. Las propiedades (material
externo) pasan a ser propiedades
(atributos propios). Pasan de conformar un soporte, un Otro amigo como el osito
de peluche de la infancia, a ser símbolos de ciertas cualidades propias de cara
a los demás, como la moto del adolescente. Esto es especialmente notable desde
que la sociedad de consumo se constituyó como lo imposible de construir la
personalidad y sus roles sin la adquisición de objetos que simbolicen prestigio
o adecuación a una determinada corriente, clase social (real o anhelada), tribu
urbana o grupo deportivo, si cabe. Esta conveniencia de la signación de uno
mismo para distinguirse (sólo en apariencia) de la homogeneidad reinante no es
hija de las revoluciones que trajo el Siglo de las Luces. Durante toda la
historia se han usado los objetos como cauce para el estatus social, y ese uso
se remonta a los amuletos recibidos en los ritos de iniciación que las
sociedades “primitivas” hacen pasar, tras un esfuerzo real y con frecuencia
extremo, a los individuos que alcanzan la hora de solicitar una identidad en el
mundo, un madero al que agarrarse en la vorágine.
Si bien todo mana
es ciego el dinero lo es aún más, pues lo que distingue al dinero de nuestro
tiempo de sus equivalentes de otras épocas es que no tiene por qué
corresponderse necesariamente con la condición de su poseedor, y con frecuencia
tampoco con el esfuerzo. Si bien antes el objeto simbolizaba algo, implicaba
una condición que su poseedor había merecido según los criterios de
merecimiento del momento, en el consumismo el objeto crea la condición social, y si uno vive como determinado subgrupo y consume los
mismos productos, no hay nada aparente que lo distinga de él, y, más aún,
frecuentemente es el primer requisito para alistarse en sus filas. En ningún
punto consideraremos la superstición ritualista como paradigma de objetividad a
la hora de dar orden o sentido a la sociedad, pero el dinero tiene por
característica esencial su neutralidad de valores y sirve para que cualquiera
adquiera cualquier significación. Es decir, es en esencia democrático. La
propiedad derivada de él constituye una proyección de uno mismo, pero su
democracia esencial le impide seleccionar, cribar quién es propietario de sus
proyecciones potenciales. Constituye un elemento de manipulación del otro
mediante la adquisición de símbolos que confieren prestigio ante los demás, los
cuales antes de las revoluciones burguesas eran donados por una autoridad que
seleccionaba quién lo merecía y generaba una aristocracia privilegiada. La
sociedad basada en el dinero funciona gracias a la pretensión de todos de llegar
al punto de poder manipular a los otros adquiriendo símbolos que los adornan
para pasar por categorías sociales que no se poseían, pero al legalizar de esta
forma la apariencia y sustentarse en ella la apariencia se invalida como tal y
se convierte en lo esencial, en otra de esas tantas contradicciones del sistema
que poco le estorban.
Si tenemos por cierto aquello de que el objetos es un
anexo anímico, debemos considerar que mientras haya múltiples propietarios
existirá tensión entre ellos. Nos referimos a la envidia, los celos, el
desamor, la megalomanía, la competitividad, y otras fuentes de malestar
psicológico que se naturalizan al volverse la propiedad la base principal para
cumplir un rol social. Todas ellas se derivan de la tensión de nuestras posesiones
frente a la amenaza de las ajenas, pese a que este plano mecánico e insensible
de las posesiones es en el fondo tan periférico al yo como la bóveda celeste.
El mundo de las finanzas y la implementación silenciosa de su mentalidad característica
en el microcosmos de las jerarquías y relaciones entre las personas
“corrientes” incurren casi por norma en confundir con uno a su capital, de
inversión o de consumo, o el sitio donde vive, las facilidades que se permite
en su vida diaria o incluso, en otra clase de propiedad, su familia o las
amistades que lo rodean y la opinión de estos sobre él. Suelen ser estos los
criterios para comenzar a formarse una opinión, y si se me apura son propiedades hasta el “capital
intelectual”, que se pone al servicio de la industria cultural, o incluso las
ideas que uno posee (que son materiales en su realización, y pocos me negarán
que la vida un artista puede llegar a no tener nada que ver con el modelo de
vida que se deduce de su obra).
¿En qué consiste entonces la persona, si ni siquiera su
saber o su inteligencia son algo más que propiedades?
Siendo estos los criterios habituales del juicio, se hace cada vez más difícil
valorar de forma ética. Las divisiones
clasistas nos llevan, curiosamente, a una unidad ética desde el punto de vista
de quien diside, y tanto el pobre como el rico tienen aparentemente por fin
vital ser más ricos, prosperar desde dentro del aparato económico. El hecho de
que dediquen su obrar a conseguir el éxito en las representaciones que quieren
transmitir mediante la imagen de sus
propiedades –“posesión”, en el sentido amplio antes descrito- hace que el obrar
de uno o de otro siga unos principios muy semejantes, que compartan unos
objetivos comunes hacia los que se encaminan sus medios, o, lo que es lo mismo,
que tengan éticas en el sentido más primario del término muy parecidas, y en la
práctica sea secundario que voten a partidos distintos o discrepen en lo
religioso. Los valores éticos, en toda su posible pluralidad o incluso
contradicción, conforman la que por definición es la facultad más genuina de
todas, pues todas las otras sólo existen en función de lo que la moral permita.
Por mucho que se pretenda lo contrario, la radicalidad de la ética consiste
precisamente en su dificultad por definición de alcanzar un consenso conclusivo
o una normativa universal. Es lo puramente irreductible. No parece haber, pues,
expresión más genuina de uno, por mucho que esos valores deban ser mantenidos
frecuentemente por la creencia y sean incuestionados en la mayoría de personas
de este planeta.
No debe olvidarse que la moral es un espejo de la
individualidad muy falaz, y muchos claman que no existe el individuo, sólo un
manojo de usos y costumbres, condicionamientos ciegos y dogmas inculcados. Sea
como fuere, aún en ese caso extremo lo más cercano a lo genuino de cada uno
sigue siendo, a falta de otra cosa, lo que rige el obrar, englobando también en
“moral” las pulsiones o apetitos que pueden contradecir el supuesto código
ético inculcado, que ese código comprenderá como excepción y, con frecuencia,
se encargará de buscar una enmienda que la justifique o castigue. Tomemos “moral”,
pues, en un sentido amplio, siendo la articulación de una o varias series de
valores definidos que llevan al comportamiento a la elección, ya sea para escoger
no elegir.
Frecuentemente el juicio en torno a los valores éticos de alguien
se hace para descalificar a quien no posee exactamente los valores propios. No
existe opinión sobre lo que se comparte. Pero cuando todos tienen la misma
moral, entonces la valoración deba afinar más y efectuarse en distinciones más
sutiles, cuando ya se poseen unos valores comunes, cuando el horizonte pasa
por, se sepa o no, valerse de lo económico para adquirir una identidad. Así
pues, aunque la mayoría de los grupos sociales resultantes pretendan tener
códigos completamente distintos (muchas veces incluyendo aversión entre ellos),
en el fondo su ética es, desde fuera, sólo diferente en matices. Pasolini lo
ejemplificaba de la siguiente manera: “uno toma una ideología fascista, otro
adopta una posición ideológica antifascista, pero ambos, antes de sus
ideologías, tienen un terreno común que es la ideología del consumismo”[2].
Esa ideología no consiste, como parece a simple vista, en la valoración del consumo
sobre todas las otras cosas, sino más bien en aceptar definir la propia identidad mediante el consumo, y esa es
una primera elección, se haga consciente o no, siempre que aceptemos que se
puede dar la influencia de unos valores sin haber reparado o reflexionado sobre
ellos. Aceptar y obedecer a un orden de cosas dado son posiciones morales, el
punto de partida del constructo ético posterior. Sólo a partir de ese punto
puede empezar a ser interesante para encontrar seres afines atender a relativas
menudencias como la preferencia por la adquisición de determinados objetos o
los gustos musicales.
La moral del mérito y el prestigio, como la más poderosa
de entre aquellas que encuentran su juicio en la posesión del otro, deroga lo que comúnmente se entiende por moral y
se centra en otra cosa, en algo eminentemente material. Es una moral que se
sale de lo moral, que asesina la valoración ética del otro, aunque luego como
subterfugio no sean raras las veces en las que pretende ser acompañadas por
pseudomorales poco elaboradas que cada vez se manifiestan menos, fuera de la
apariencia social y el seguimiento de rituales ocasionales. En el mundo
pre-democrático era común que cuando el poder individualizara a un individuo,
lo hiciera para distinguirlo, producirle ventajas, loar hazañas o conceder
privilegios. En la sociedad democrática, en la que no debería haber esta
individuación a priori, en la que todos debieran atener a los mismos derechos
frente a la ley, es en el caso patológico donde se recoge más información
individual, más testimonios para el control y la seguridad. Señala Foucault
que “el niño está más individualizado
que el adulto, el enfermo más que el hombre sano, el loco y el delincuente más
que el normal y el no delincuente”. Lo más lejano al adulto modélico, que,
cuando se señalado, elegido frente a la homogeneidad “es siempre buscando lo
que hay en él todavía de niño, la locura secreta que lo habita, el crimen
fundamental que ha querido cometer”[3].
Pierde sentido aprender a valorar la moral del otro como
expresión de su mismidad, valorar la verdadera diversidad. Mientras
el sistema sea tan unívoco como para
sustentarse en una subterránea competición por recursos o el afán de
prestigio no se podrán valorar los planes de vida que realmente disientan, pues
se tiñen de peligrosos, marginales, anómalos. No obstante, cediendo un poco en
el dogmatismo que impone la ética propia, hasta cierto punto es más realista
enjuiciar esa facultad y no categorías vacías y frecuentemente involuntarias
como la inteligencia, clase social, carisma, y tantas otras cualidades
secundarias. Si se dan las condiciones de que la moral diferente pierda su
exclusión y potencial amenazador, que pueda integrarse sin tener que ceder ante
los otros, hasta cierto punto se podría amar con sentido casi espiritual o
estético lo elaborado, sencillo, consecuente o creativo de unos principios o
una forma de vida radicalmente distintos, de una ética en sí misma, siempre bajo el eterno riesgo de que sea
otra representación falaz y engañosa. Casi todos conocemos dúos felices que lo
han descubierto a muy pequeña escala, siendo los valores profundos de sus
integrantes compensatorios y no unívocos. Es una riqueza impensable a gran
escala si dentro de cada persona existe exactamente el mismo caldo de cultivo
que en las demás, por florido que pudiera ser este.
Esta línea de reduccionismo, unidimensional en la vieja línea marcusiana, está en las sociedades totalitarias fingidamente siempre
presente, y en las liberales fingidamente
siempre ausente. Poco importa que ambas implanten teóricamente un modelo de
libertad, que no se da de facto. Sólo
queda preguntarse qué pasaría si, en lugar de pensar que los falsos atributos
deben ser eliminados (que debería extirparse el sentimiento de propiedad y llegar
al completo desharrapamiento), lo expandimos hasta el infinito y aplicamos la
confusión entre “propiedad perteneciente a uno” y “propiedad constitutiva de
uno” a cada ser humano y al mundo. En otras palabras, si tanto luchamos por
crearnos una imagen a base de un limitado número de objetos ¿Hasta dónde
llegarían nuestros potenciales, liberados de la lucha, si tenemos firmemente
por cierto que nuestro yo tendrá su lugar y símbolo en cualquier tierra en la
que puedan posarse nuestros pies? No es mucho más delirante, pero tal como está
el patio es la clase de pregunta que carece de sentido.
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