miércoles, 16 de enero de 2013

Lo que se posee


A principios del siglo pasado definía Georg Simmel en su “Filosofía del dinero” uno de los más profundos atractivos de la propiedad: la proyección de uno mismo a través de ella. Cuando uno obtiene cosas en posesión su yo se ve expandido, se propaga fuera de sí mismo. La tenencia constituye una forma de trascender los límites corporales del yo y “corresponde a un crecimiento de la personalidad más allá del límite del individuo, exactamente igual que la procreación”[1]. Es decir, hablando en cristiano, apacigua la angustia que produce la certeza de morir. Los objetos que uno posee son fagocitados,  convertidos en facetas del yo por la tendencia del este a proyectarse en el mundo externo. Las propiedades (material externo) pasan a ser propiedades (atributos propios). Pasan de conformar un soporte, un Otro amigo como el osito de peluche de la infancia, a ser símbolos de ciertas cualidades propias de cara a los demás, como la moto del adolescente. Esto es especialmente notable desde que la sociedad de consumo se constituyó como lo imposible de construir la personalidad y sus roles sin la adquisición de objetos que simbolicen prestigio o adecuación a una determinada corriente, clase social (real o anhelada), tribu urbana o grupo deportivo, si cabe. Esta conveniencia de la signación de uno mismo para distinguirse (sólo en apariencia) de la homogeneidad reinante no es hija de las revoluciones que trajo el Siglo de las Luces. Durante toda la historia se han usado los objetos como cauce para el estatus social, y ese uso se remonta a los amuletos recibidos en los ritos de iniciación que las sociedades “primitivas” hacen pasar, tras un esfuerzo real y con frecuencia extremo, a los individuos que alcanzan la hora de solicitar una identidad en el mundo, un madero al que agarrarse en la vorágine.

Si bien todo mana es ciego el dinero lo es aún más, pues lo que distingue al dinero de nuestro tiempo de sus equivalentes de otras épocas es que no tiene por qué corresponderse necesariamente con la condición de su poseedor, y con frecuencia tampoco con el esfuerzo. Si bien antes el objeto simbolizaba algo, implicaba una condición que su poseedor había merecido según los criterios de merecimiento del momento, en el consumismo el objeto crea la condición social, y si uno vive  como determinado subgrupo y consume los mismos productos, no hay nada aparente que lo distinga de él, y, más aún, frecuentemente es el primer requisito para alistarse en sus filas. En ningún punto consideraremos la superstición ritualista como paradigma de objetividad a la hora de dar orden o sentido a la sociedad, pero el dinero tiene por característica esencial su neutralidad de valores y sirve para que cualquiera adquiera cualquier significación. Es decir, es en esencia democrático. La propiedad derivada de él constituye una proyección de uno mismo, pero su democracia esencial le impide seleccionar, cribar quién es propietario de sus proyecciones potenciales. Constituye un elemento de manipulación del otro mediante la adquisición de símbolos que confieren prestigio ante los demás, los cuales antes de las revoluciones burguesas eran donados por una autoridad que seleccionaba quién lo merecía y generaba una aristocracia privilegiada. La sociedad basada en el dinero funciona gracias a la pretensión de todos de llegar al punto de poder manipular a los otros adquiriendo símbolos que los adornan para pasar por categorías sociales que no se poseían, pero al legalizar de esta forma la apariencia y sustentarse en ella la apariencia se invalida como tal y se convierte en lo esencial, en otra de esas tantas contradicciones del sistema que poco le estorban.

Si tenemos por cierto aquello de que el objetos es un anexo anímico, debemos considerar que mientras haya múltiples propietarios existirá tensión entre ellos. Nos referimos a la envidia, los celos, el desamor, la megalomanía, la competitividad, y otras fuentes de malestar psicológico que se naturalizan al volverse la propiedad la base principal para cumplir un rol social. Todas ellas se derivan de la tensión de nuestras posesiones frente a la amenaza de las ajenas, pese a que este plano mecánico e insensible de las posesiones es en el fondo tan periférico al yo como la bóveda celeste. El mundo de las finanzas y la implementación silenciosa de su mentalidad característica en el microcosmos de las jerarquías y relaciones entre las personas “corrientes” incurren casi por norma en confundir con uno a su capital, de inversión o de consumo, o el sitio donde vive, las facilidades que se permite en su vida diaria o incluso, en otra clase de propiedad, su familia o las amistades que lo rodean y la opinión de estos sobre él. Suelen ser estos los criterios para comenzar a formarse una opinión, y si se me apura son propiedades hasta el “capital intelectual”, que se pone al servicio de la industria cultural, o incluso las ideas que uno posee (que son materiales en su realización, y pocos me negarán que la vida un artista puede llegar a no tener nada que ver con el modelo de vida que se deduce de su obra).

¿En qué consiste entonces la persona, si ni siquiera su saber o su inteligencia son algo más que propiedades? Siendo estos los criterios habituales del juicio, se hace cada vez más difícil valorar de forma ética. Las divisiones clasistas nos llevan, curiosamente, a una unidad ética desde el punto de vista de quien diside, y tanto el pobre como el rico tienen aparentemente por fin vital ser más ricos, prosperar desde dentro del aparato económico. El hecho de que dediquen su obrar a conseguir el éxito en las representaciones que quieren transmitir mediante  la imagen de sus propiedades –“posesión”, en el sentido amplio antes descrito- hace que el obrar de uno o de otro siga unos principios muy semejantes, que compartan unos objetivos comunes hacia los que se encaminan sus medios, o, lo que es lo mismo, que tengan éticas en el sentido más primario del término muy parecidas, y en la práctica sea secundario que voten a partidos distintos o discrepen en lo religioso. Los valores éticos, en toda su posible pluralidad o incluso contradicción, conforman la que por definición es la facultad más genuina de todas, pues todas las otras sólo existen en función de lo que la moral permita. Por mucho que se pretenda lo contrario, la radicalidad de la ética consiste precisamente en su dificultad por definición de alcanzar un consenso conclusivo o una normativa universal. Es lo puramente irreductible. No parece haber, pues, expresión más genuina de uno, por mucho que esos valores deban ser mantenidos frecuentemente por la creencia y sean incuestionados en la mayoría de personas de este planeta.
No debe olvidarse que la moral es un espejo de la individualidad muy falaz, y muchos claman que no existe el individuo, sólo un manojo de usos y costumbres, condicionamientos ciegos y dogmas inculcados. Sea como fuere, aún en ese caso extremo lo más cercano a lo genuino de cada uno sigue siendo, a falta de otra cosa, lo que rige el obrar, englobando también en “moral” las pulsiones o apetitos que pueden contradecir el supuesto código ético inculcado, que ese código comprenderá como excepción y, con frecuencia, se encargará de buscar una enmienda que la justifique o castigue. Tomemos “moral”, pues, en un sentido amplio, siendo la articulación de una o varias series de valores definidos que llevan al comportamiento a la elección, ya sea para escoger no elegir.

Frecuentemente el juicio en torno a los valores éticos de alguien se hace para descalificar a quien no posee exactamente los valores propios. No existe opinión sobre lo que se comparte. Pero cuando todos tienen la misma moral, entonces la valoración deba afinar más y efectuarse en distinciones más sutiles, cuando ya se poseen unos valores comunes, cuando el horizonte pasa por, se sepa o no, valerse de lo económico para adquirir una identidad. Así pues, aunque la mayoría de los grupos sociales resultantes pretendan tener códigos completamente distintos (muchas veces incluyendo aversión entre ellos), en el fondo su ética es, desde fuera, sólo diferente en matices. Pasolini lo ejemplificaba de la siguiente manera: “uno toma una ideología fascista, otro adopta una posición ideológica antifascista, pero ambos, antes de sus ideologías, tienen un terreno común que es la ideología del consumismo”[2]. Esa ideología no consiste, como parece a simple vista, en la valoración del consumo sobre todas las otras cosas, sino más bien en aceptar definir la propia identidad mediante el consumo, y esa es una primera elección, se haga consciente o no, siempre que aceptemos que se puede dar la influencia de unos valores sin haber reparado o reflexionado sobre ellos. Aceptar y obedecer a un orden de cosas dado son posiciones morales, el punto de partida del constructo ético posterior. Sólo a partir de ese punto puede empezar a ser interesante para encontrar seres afines atender a relativas menudencias como la preferencia por la adquisición de determinados objetos o los gustos musicales.

La moral del mérito y el prestigio, como la más poderosa de entre aquellas que encuentran su juicio en la posesión del otro, deroga lo que comúnmente se entiende por moral y se centra en otra cosa, en algo eminentemente material. Es una moral que se sale de lo moral, que asesina la valoración ética del otro, aunque luego como subterfugio no sean raras las veces en las que pretende ser acompañadas por pseudomorales poco elaboradas que cada vez se manifiestan menos, fuera de la apariencia social y el seguimiento de rituales ocasionales. En el mundo pre-democrático era común que cuando el poder individualizara a un individuo, lo hiciera para distinguirlo, producirle ventajas, loar hazañas o conceder privilegios. En la sociedad democrática, en la que no debería haber esta individuación a priori, en la que todos debieran atener a los mismos derechos frente a la ley, es en el caso patológico donde se recoge más información individual, más testimonios para el control y la seguridad. Señala Foucault que  “el niño está más individualizado que el adulto, el enfermo más que el hombre sano, el loco y el delincuente más que el normal y el no delincuente”. Lo más lejano al adulto modélico, que, cuando se señalado, elegido frente a la homogeneidad “es siempre buscando lo que hay en él todavía de niño, la locura secreta que lo habita, el crimen fundamental que ha querido cometer”[3].

Pierde sentido aprender a valorar la moral del otro como expresión de su mismidad, valorar la verdadera diversidad. Mientras el sistema sea tan unívoco como para  sustentarse en una subterránea competición por recursos o el afán de prestigio no se podrán valorar los planes de vida que realmente disientan, pues se tiñen de peligrosos, marginales, anómalos. No obstante, cediendo un poco en el dogmatismo que impone la ética propia, hasta cierto punto es más realista enjuiciar esa facultad y no categorías vacías y frecuentemente involuntarias como la inteligencia, clase social, carisma, y tantas otras cualidades secundarias. Si se dan las condiciones de que la moral diferente pierda su exclusión y potencial amenazador, que pueda integrarse sin tener que ceder ante los otros, hasta cierto punto se podría amar con sentido casi espiritual o estético lo elaborado, sencillo, consecuente o creativo de unos principios o una forma de vida radicalmente distintos, de una ética en sí misma, siempre bajo el eterno riesgo de que sea otra representación falaz y engañosa. Casi todos conocemos dúos felices que lo han descubierto a muy pequeña escala, siendo los valores profundos de sus integrantes compensatorios y no unívocos. Es una riqueza impensable a gran escala si dentro de cada persona existe exactamente el mismo caldo de cultivo que en las demás, por florido que pudiera ser este.

Esta línea de reduccionismo, unidimensional en la vieja línea marcusiana, está en las sociedades totalitarias fingidamente siempre presente, y en las liberales fingidamente siempre ausente. Poco importa que ambas implanten teóricamente un modelo de libertad, que no se da de facto. Sólo queda preguntarse qué pasaría si, en lugar de pensar que los falsos atributos deben ser eliminados (que debería extirparse el sentimiento de propiedad y llegar al completo desharrapamiento), lo expandimos hasta el infinito y aplicamos la confusión entre “propiedad perteneciente a uno” y “propiedad constitutiva de uno” a cada ser humano y al mundo. En otras palabras, si tanto luchamos por crearnos una imagen a base de un limitado número de objetos ¿Hasta dónde llegarían nuestros potenciales, liberados de la lucha, si tenemos firmemente por cierto que nuestro yo tendrá su lugar y símbolo en cualquier tierra en la que puedan posarse nuestros pies? No es mucho más delirante, pero tal como está el patio es la clase de pregunta que carece de sentido.





[1] Simmel, G., Filosofía del dinero, Granada, Editorial Tomares, 2003.
[2] Entrevista poco antes de su muerte, citado en Racionero, L., “Filosofías del Underground”. Barcelona, Editorial Anagrama, 1977, pg. 64
[3] Michel Foucault, Vigilar y Castigar, pg. 197-198

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