sábado, 26 de enero de 2013

Diario de un cura rural, II: Una palabra traviesa… y sus tutores legales


La definen como un mot curieux. Se trata del femenino del adjetivo ambigu (ambiguo).

“Ambiguë”

A primera vista lo primero que se nos viene a la mollera es ¿por qué esa “e”?

La respuesta es corta y sencilla: porque en francés la “e” final marca el femenino en muchos adjetivos.

¿Cuáles?

Eso ya es preguntar demasiado.

Luego, tras un rato mirándola, mayor o menor en función de nuestra capacidad de observación, inevitablemente nos adviene: ¿pero por qué la dichosa diéresis en la “e”?

Y la respuesta no es tan simple. Se debe que en el francés oral de nuestros días la "e" a final de palabra tiende a obviarse si no lleva acento (hay muchas excepciones, como en cualquier regla que yo conozca). Y "g”, “u” y “e", tras arrejuntarse, paren el mismo sonido que en el español “gue”, distinto del sonido de "j" presente en “ge, gi”. Estas dos facetas de la “g” (“ga, gue, gui, go, gu” por un lado, y “ge, gi” por otro) también existen en español, aunque el sonido "j" varía de una lengua a otra (la “j” franchute es más semejante a una “ll” rioplatense).

Se pone esa diéresis, en realidad un acento, para evitar que el resultado suene, según el Alfabeto Fonético Internacional, como /ãbig/ (que no /ãbij/, rematado en la “g” de “-ga-” y “-gue-“ pero sin componente vocálico sonoro, como bog en inglés). Así pues, la diéresis indica que la "e" no tiene relación con la letra precedente. Se usa frecuentemente para romper cualquier posibilidad de diptongos indeseados, por ejemplo en maïs (“maíz”), que si no lo portara sonaría igual que mais (“pero”, conjunción adversativa). Israël y Noël también son palabras importantes que la llevan, y es de señalar que muchos son nombres de origen extranjero, y que se suele usar este mecanismo para evitar confusiones fonéticas con palabras que ya existen1 . A poco que se piense se dará uno cuenta de que en español funciona más o menos igual (ambigüedad, agüelo…).

De este modo, se consigue que la “g” y la “u” vayan por un lado y la “e” por otro, con lo cual esta sigue manteniendo su función muda, pues no interviene en la producción de ningún sonido. En “ɑ̃mbig” la “e” no sonaría, es verdad, para habría contribuido. Se habría dejado notar generando el sonido /g/, y eso es intolerable, porque la “"e"” inexistente es un dogma idiomático. Es necesario salvar la situación, y con el acento se logra que el femenino se pronuncie exactamente igual que el masculino, /ãbigy/Éxito rotundo. Además no se viola la norma de marcar el femenino, como sucedería de haber tirado por lo fácil y simplemente haber eliminado la “e” (que, recordamos, es señal de femineidad) porque qué más da, si de todas formas va a sonar igual.

Ahora podemos respirar tranquilos, todo vuelve a la normalidad. Este problema, que se soluciona de la misma manera en varias palabras, por ejemplo “aguë” (aguda, del masculino “agu”), y que es en apariencia inofensivo, podría haber herido de gravedad la tensión que siempre existe en las lenguas que no pueden aceptar mayor índice de saturación de arbitrariedades sin dar ya el paso a la absoluta carencia de reglas. Pero tiene un precio: cada vez que escribamos ambiguë los hablantes o amantes de la lengua haremos un esfuerzo no ya en escribir una letra que no se pronuncia, que es el pan nuestro de cada día, sino en gastar signos de más marcándola para asegurar que no se pronuncia.

Este fue uno de los primeros ejemplos que me llamaron la atención, allá por mis inicios en el gabachismo, y le he dedicado un homenaje por haberme abierto los ojos a lo desolador del panorama que me esperaba. Podría citar cientos de miles, nueve de cada diez palabras, pero me conformaré con uno de los más básicos, aunque muchos nativos no caen en la cuenta ni siquiera de esto: la tercera persona del plural.

Ils prennent

Reflexionen, reflexionen. 

Me pareció más interesante buscar quién tenía la culpa de que el vástago de más rápido avance con respecto al latín (el que más diferencia presenta en general con sus raíces etimológicas) se quedara anclado en la decimoséptima centuria, tras tantos siglos de radicalismo y veloces mutaciones. Por qué no sólo son sus eufemismos: hasta sus palabrotas parecen propias de la corte del Rey Sol (investiguen los no iniciados el lío para decir “follar”, “besar” y “abrazar”) y sus formalismos son sospechosamente parecidos a los que aquí teníamos por ese entonces (citaré sólo el uso básico del “vos” como usted y el “si os place”). Por qué, en pocas palabras, los libros de Shakespeare en inglés están a rebosar de notas al pie de necesaria lectura aún para los nativos y sin embargo a Molière se lo puede disfrutar sin problema alguno.

Los académicos de la lengua franceses tienen el modesto nombre de "los Inmortales", y por la edad de algunos no van mal encaminados. Fundada en 1635 por el Cardenal Richelieu, uno de esos grandes personajes históricos que dividen opiniones desde el día en que nacieron (Voltaire le acusó hasta de haber provocado guerras para no perder su influencia... un poco después de que naciera, claro), la Académie Française está formada por cuarenta individuos notables que generalmente vienen del campo de las letras, aunque ha habido de todo, desde Rueff o Simone Veil hasta Cousteau. En sus reuniones cada uno ocupa un sillón (fauteuil) que fue regalo de Luis XIV, porque allí es imperecedero todo. Para la mayoría ser elegidos es un honor, pero un gran poder conlleva una gran responsabilidad: uno no puede dejarlo aunque dimita. La dimisión será rechazada. El disidente está “solamente autorizado, si [se] desea, a no asistir más a las reuniones”. Oficialmente será siempre un Académico, y su sillón será guardado hasta que muera, como sucedió, entre otros, con Julien Green, primer no francés escogido para el puesto, que decidió retirarse aduciendo lealtad a los Estados Unidos de América. Si eres Inmortal, eres Inmortal, dude.

Ahí los tienen, en su guisa habitual. Al hábito verde en ocasiones se le añaden, como no podía ser de otra manera, un bicornio y una espada ceremonial que reciben todos los miembros salvo los cargos eclesiásticos.


La principal ocupación de estos individuos, aparte de evitar la mención de cualquier lengua regional en la Constitución, parece ser la de asegurarse por todos los medios de que el francés estándar escrito no cambia, y, cuando aceptan un cambio, por ejemplo que nadie dice "feste" (fiesta) desde hace siglos sino "fete", es a medias: no pueden evitar, movidos por la emoción, colocar un acento en fête para al menos indicar que allí hubo una "s" de la que casi nadie se acuerda ya2. Muchas voces claman por una revisión de la lengua, empezando por un gran barrido de acentos nostálgicos e inútiles, al contrario que en España, donde pasa a veces que las alteraciones propuestas por la Academia resultan novedosas y forzadas para muchos hablantes (yo, pluma insigne , todavía escribo “sólo”). Los Inmortales no prestan sus pétreos oídos a las protestas: su nombre proviene de su lema, “À l’Immortalité”, que se refiere, claro está, a la de su lengua. Y suele suceder que la mejor forma de preservar algo es fosilizarlo.

Algunos opinan que el hecho de que exista un organismo que tenga la última palabra sobre un idioma es un síntoma de la decadencia de este, y refleja la extinción de su influencia. El inglés evoluciona sin una única institución normativa o rectora (aunque las hay que recogen progresivamente su avance) y ya se conoce su situación: el vocabulario más amplio del que se tiene noticia y la mayor flexibilidad internacional, con medio mundo haciéndole perrerías a sus escasos cánones.

No obstante, hay un caso en el que los Inmortales se apresuran a proponer nuevos términos con una urgencia nunca vista. Sucede, poco sorprendentemente, cuando quieren evitar que una sucia palabra inglesa o americana se apodere de la sinhueso de los jóvenes influenciables. Por ejemplo, para evitar que se mancharan del sugerente bra (sujetador) trataron de que jugaran con su crío, el adefesio soutien-gorge (soporte de pecho). Cosas como esta muestran que a fuerza de vivir tantos siglos parecen no conservar mucho sentido del foreplay.

Habría miles de anécdotas que contar sobre esta pandilla de rimbombantes... pero es más interesante hablar de todo lo demás. Y es que, aunque la pertenencia a la Académie implica la consagración de un escritor, se puede escribir una historia de la literatura gala con los nombres que por un motivo u otro nunca fueron propuestos para formar parte de la plantilla. Pueden ser citados, sin entrar en mucha profundidad, Zola, Molière, Balzac, Proust, Baudelaire, Sartre, Diderot,  Rimbaud, Rousseau, Verne, Flaubert, Stendhal, Descartes y muchos otros. Puede haber motivos a cascoporro, oséase, tres: o bien se prefería a otros, o bien no les interesaba en absoluto a ellos, o quizá simplemente no había plazas vacantes… aunque la mitad de los asientos sospechosamente lo estuvieran. 





[1] De hecho hago notar que el sonido de los tres hermosos y orondos diptongos del alemán, ei/ai(pronunciado “ai”), eu (pronunciado “oi”) y au (pronunciado “au”) es en general evitado en francés, siendo –ai-  pronunciado la mayoría de las veces como “ɛ” y a veces como el nasal “ɛ̃”, -oi- como “wa” y –au- como “o”. Las raras excepciones se dan con el uso de la diéresis y quizás es significativo de la muy diferente sensibilidad de cada pueblo, y quién sabe si de una fuerte animadversión.
[2] Lo cual para el estudiante extranjero no está mal, y al íbero lo ayuda a descifrar la mitad de las pocas palabras que no entiende a simple vista, pues muchas veces es fácil averiguar con alta probabilidad cuándo lleva una palabra acento circunflejo (“^”): lo hace si la palabra de la que procede, o su equivalente en idiomas con la misma raíz, tiene una “s” que ha desaparecido, como en forêt (foresta, forest)

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Licencia Creative Commons
El Yugo Eléctrico de Alicia se encuentra bajo una LicenciaCreative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 3.0 España.